Elegir el instante más grandioso de la historia de los Juegos Olímpicos va más allá de la subjetividad. Una elección así no sólo atiende a los números, no responde a la lógica. Porque si la IAAF –el anterior nombre de World Athletics antes de culminar su metamorfosis inversa de ingenuo lepidóptero a anélido mercader– ya designó en 1999 a Carl Lewis y Fanny Blankers-Koen como los mejores atletas del siglo XX, lo lógico sería admitir que el gran momento olímpico lo protagonizaron ellos. Y no discrepo.
Pero la lógica está aquí para romperse y en 1976 quedó hecha añicos por partida doble. Hasta esa fecha, nadie había triunfado simultáneamente en pruebas de velocidad y semifondo. Nadie de fuera del mundo anglosajón había ganado el oro olímpico en los 400 m y/o los 800 m. Tampoco nadie había obtenido la victoria en una prueba que no fuese de su especialidad. Menos aún, nadie había batido un récord del mundo irrumpiendo poco menos que en calidad de neófito. Y, claro, nadie lo ha vuelto a hacer y es harto improbable que vuelva a suceder.
Todo esto ocurrió en los Juegos de Montreal. Allí, en la capital del Quebec, un escultural cuatrocentista cubano de 25 años de edad y zancada imponente llamado Alberto Juantorena Danger trituró todos los pronósticos y dio a Cuba y a toda Latinoamérica su primera medalla de oro en atletismo (en carreras de pista) de toda la historia. Con una mejor marca entonces de 44.70 en los 400 lisos y uno de los favoritos al triunfo final en esta distancia, Juantorena, por consejo de su entrenador Zygmunt Zabierzowski, había empezado a incursionar en la doble vuelta al óvalo durante la temporada, con una marca de 1:45.2 conseguida en mayo en Formia (Italia) como su mejor resultado.
En vísperas de los Juegos, muchos dudaban de que la combinación del sprint asesino con la primera prueba del mediofondo redundara en una medalla. Unas cuantas carreras de abril a julio están bien, pero en Montreal no aguantaría correr tres días seguidos. Así lo declaró el estadounidense Rick Wolhutter, el favorito a priori. Pero el 23 de julio, Juantorena gana su serie (1:47.15) y al día siguiente su semifinal (1:45.88) Y para asombro de Wolhutter, del belga Ivo Van Damme, del alemán Willi Wülbeck y del inglés Steve Ovett, quien toma la salida el día 25 no es el cubano, sino un caballo purasangre.
Con 1,91 m de altura y LAS PIERNAS del atletismo mundial (2,70 m de renacentista zancada), el corcel elegante tiraniza el óvalo al paso de la campana en 50.56 segundos. Ya los ha derrengado. El indio Sriram Singh aún le adelanta fugazmente, una osadía contumaz. Porque, entonces, llega la Revolución. Todo de blanco, pelo afro y patillazas, el Caballo resopla, mete una velocidad más, retoma la primera posición y pone a sus perseguidores en fila, tratando inútilmente de seguir la galopada de crucero cuatrocentista que el Caballo sostiene hasta el final. Y qué final: 1:43.50, récord del mundo. Es el fin del dominio anglosajón de la prueba.
Todo de blanco, pelo afro y patillazas, el Caballo resopla, mete una velocidad más, retoma la primera posición y pone a sus perseguidores en fila, tratando inútilmente de seguir la galopada de crucero cuatrocentista que el Caballo sostiene hasta el final. Y qué final: 1:43.50, récord del mundo.
La hazaña cobra doble valor porque el Caballo es campeón olímpico habiendo preparado los 400 metros, su especialidad. La clave es su fantástico poder de recuperación, pues al día siguiente, 26 de julio, corre la primera serie de esta prueba. Y por la tarde, los cuartos de final. El día 28 gana su semifinal en 45.10. Para el momento decisivo del 29 de julio, los estadounidenses Fred Newhouse, Herman Frazier y Maxie Parks tienen clara su estrategia: salir rápido de inicio para llevar al cubano al límite, que además corre por una calle mala. Lleva muchas carreras y debe estar agotado, piensan. Newhouse sale a toda mecha, pero el Caballo no pica el anzuelo y corre agazapado. Es más, sale muy lento. Pero la recta final es puro goce estético. El síndrome de Stendhal ataca al espectador, que sufre palpitaciones, sudoración y felicidad ante la contemplación de la obra de arte: una zancada irrepetible, el regalón de Fidel. Tan bella como eficiente, porque no se acorta, da caza a Newhouse y a falta de cinco metros para la meta lo supera. El esfuerzo se traduce en 44.26, la marca más rápida de toda la década y mejor tiempo mundial a nivel del mar hasta 1987. El Caballo la logra corriendo por la calle 2 en su séptima carrera en siete días, una exigencia inconcebible. Es, por tanto, un tiempo de valía igual o superior a los 43.86 segundos logrados por Lee Evans en la altitud de México 68. El día 30, el Caballo corre con sus compañeros del relevo 4 x 400 m su octava carrera y logran el hito de meter a su isla en la final. El 31 de julio, novena carrera en nueve días del Elegante de la Pista, Cuba es séptima (3:03.81). Pero a estas alturas, ya todo da igual.