Lo primero es el olor, ese olor entre plástico, sudor, tierra, humedad, esfuerzo… esa es la primera señal. Luego el sonido de los pasos, un chirriar amortiguado. Así que Moka, alerta, se levanta ladrando y agitando alegre el rabo ya antes de que Antonio y Candela entren en el salón. Está dispuesta para acompañarlos en esa extraña carrera con la que de vez en cuando la sorprenden. Es verdad que todavía no ha logrado descubrir por qué corren, qué buscan, ¿igual ellos han percibido el olor de algún conejo lejano que a ella se le escapa? ¿habrá algún charco fantástico lleno de barro y agua esperando para poder zambullirse y refrescarse un poco? ¿será un pájaro? ¿un gato astuto? No, Moka todavía no lo ha descubierto, pero eso no la desanima.
Bajan al parque, y, una vez allí, empiezan a correr. El aire les agita el pelo y ella escucha la respiración de Antonio y Candela como un ritmo que marca sus zancadas. Moka a su lado, ligera y veloz, busca, olfatea nerviosa: un conejo, un pájaro, una mariposa que, durante unos segundos, agita sus alas osada en su hocico provocándola, la humedad de un hermoso charco… pero nada, no debe de ser ninguna de esas cosas apasionantes, debe de ser algo mejor porque ellos siguen corriendo hacia adelante sin detenerse. ¿Habrá algo increíble allí lejos, en algún sitio que Moka desconoce y que no alcanza a ver ni a percibir por mucho que se esfuerce?
Al cabo de un rato se paran, se agachan, respiran agitados. Moka les chupetea las caras, ese sabor agrio y ácido tan sabroso. La acarician, le dan palmaditas. Entran en casa, Moka los ve subir la escalera. Les ladra, ella seguiría, nunca se cansa, seguiría hasta alcanzar ESO, lo que fuera. Pero no, Antonio y Candela no vuelven. Otra vez se terminó la extraña carrera. Moka ladra un poco más, agita el rabo provocadora, se resigna. No lo entiende, sigue sin entenderlo, ¿qué es lo que se le escapa? No lo sabe, no lo sabe… pero ¿acaso importa? Al fin y al cabo… fue divertido.