El pasado 11 de junio, a menos de dos semanas de los Trials olímpicos, Allie Ostrander dejó caer la bomba en su perfil de Instagram: un mes y medio atrás había sido parcialmente hospitalizada durante cinco semanas para tratar un desorden alimenticio, “cansada de guardar secretos, de decir medias verdades”. Fue una decisión —“la más difícil de mi vida”— en parte suya y en parte empujada por la Federación Estadounidense y por Brooks, la marca que le patrocinaba entonces, y que le ayudó a ponerse en la línea de salida en Hayward Field por un billete a Tokio. No logró clasificarse para los Juegos —acabó 8ª—, pero salió de Eugene con una marca personal —9:26.96— y la mínima para el Mundial de 2022. “Mejor de lo que nunca he estado, y con la sensación de tener mucho más que dar”, aseguraba en una publicación. Parecía un buen punto de partida tras su caída a los infiernos. Nada más lejos de la realidad.
Seis meses después de aquella confesión brutal, otro gancho directo al mentón. A escasos días de cumplir 25 años, Allie Ostrander ha anunciado en otro post de Instagram que abandona temporalmente el atletismo profesional, poniendo fin a su vinculación contractual con Brooks y dejando de entrenar a las órdenes de Danny Mackey con el Brooks Beasts Track Club, el grupo que la marca estadounidense tiene en Seattle. “Ha sido una decisión increíblemente complicada porque mi pasión por correr y competir es más fuerte que nunca; sin embargo, la sucesión de lesiones que he sufrido en el último año y medio ha evidenciado que actualmente mi cuerpo no puede soportar el volumen y la intensidad de entrenamientos necesarios para un atleta profesional”, confiesa la fondista de Alaska.
Tricampeona de la NCAA en 3000 obstáculos entre 2017 y 2019, y mundialista en Doha ese último año —no entró en la final por 85 centésimas—, Ostrander reconoce haber priorizado los resultados deportivos desde que tenía 10 años por encima de cualquier cosa, incluida su salud. “No me di cuenta del precio que estaba pagando hasta que llegué a un punto crítico, así que ahora es momento de hacer lo que debería haber hecho todo este tiempo: poner mi salud física y mental en primer lugar”, explica la estadounidense. Y aclara que no se trata de una retirada definitiva del atletismo profesional: “Simplemente estoy dando un paso atrás”.
Ostrander asegura que la decisión es 100% suya, aunque las malas lenguas dicen que Brooks la ha cortado por no seguir el tratamiento contra su trastorno alimenticio. En un vídeo publicado en junio en su canal de Youtube, la propia atleta reconoció que la firma estadounidense le había amenazado con rescindirle el contrato si no lo hacía: “Cuando me lo dijeron no estaba de acuerdo y me preocupaba sacrificar la temporada olímpica y sentir que no estaba priorizando mi entrenamiento lo suficiente. Pero si no me hubieran obligado a hospitalizarme nunca lo habría hecho, porque nunca pensaría que hay un buen momento”.
Aunque Ostrander se refiere al último año y medio, lo cierto es que su preocupante historial de lesiones se remonta tiempo atrás, a su etapa universitaria en Boise State. En su primer y segundo año de carrera se perdió una temporada de campo a través y dos de pista por sendas fracturas por estrés, y desde antes de que comenzara la pandemia lidia con una tendinitis crónica en el Aquiles.
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Ya en 2019, la estadounidense criticó una retransmisión televisiva de la ESPN por hacer repetidos comentarios respecto a su peso y altura: “No solo fueron cosificadores e innecesarios, sino que desviaron la atención del foco real de la carrera (en ese caso, el Nacional de la NCAA). En un deporte donde los trastornos alimentarios y la dismorfia corporal son tan comunes, los medios de comunicación tienen la oportunidad de ayudar a las mujeres (¡y a los hombres!) a sentirse capaces, poderosos y dignos. Centrándose en la apariencia y las proporciones corporales, los medios pierden esa oportunidad”.
Un problema creciente en el atletismo femenino
El de Ostrander no es un caso aislado en el atletismo de élite, ni mucho menos. El pasado octubre se hizo público que la norteamericana Mary Cain, otrora una niña prodigio del mediofondo, había demandado por 20 millones de dólares a su extrenador Alberto Salazar por maltrato psicológico. Dos años antes, a finales de 2019, Cain aseguró en el New York Times que el preparador estadounidense, actualmente suspendido por dopaje, le hizo pasar “cuatro años miserables” en el Nike Oregon Project. Acusó a Salazar de estar “obsesionado” con su peso, de exigirla estar “cada vez más y más delgada” y de obligarla a perder dos kilos cada vez que el resultado en una carrera no era el deseado, además de avergonzarla delante de sus compañeros con burlas hacia su peso y su cuerpo. Cain perdió la menstruación durante tres años y sufrió cinco fracturas óseas en ese periodo. No ha vuelto a competir a nivel internacional.
También en octubre de 2021 seis antiguas atletas de la Universidad de Oregon denunciaron sentirse menospreciadas como personas y en riesgo de padecer trastornos alimenticios por culpa del sistema de entrenamiento enfocado en el peso y los porcentajes de grasa corporal que sigue su college. “He visto un repugnante número de casos de desorden alimenticio en el equipo femenino de atletismo, todo porque los entrenadores (con Ben Johnson a la cabeza) creen que el porcentaje de grasa corporal es un indicador clave del rendimiento”, sostiene una de esas atletas, cuyo nombre no ha se ha hecho público.
En Oregon, el problema trascendía más allá del cuerpo técnico. Una de las atletas asegura que cuando le midieron la grasa corporal por primera vez llevaba un año y medio sin tener el periodo y que el nutricionista de la universidad estaba al tanto de ello. Sin embargo, cuando el test arrojó un resultado del 16% de masa corporal, ese mismo nutricionista le sugirió reducirlo al 13% bajo la amenaza de no renovar su beca.