Cuadernos de París (3) - Carta de navegación

Dibujando un recorrido sobre un mapa para luego convertirlo en una carrera improvisada paralela al maratón de los Juegos de París.

Los Juegos Olímpicos, eterna fuente de inspiración para nuestras locuras deportivas. | iStock
Los Juegos Olímpicos, eterna fuente de inspiración para nuestras locuras deportivas. | iStock

“París nació, como se sabe, en esa vieja isla de la Cité, que tiene forma de cuna, siendo sus orillas su primera muralla y el Sena su primer foso”. (Nuestra Señora de París, Víctor Hugo).

Bajo los calores del primer día agosto, mientras Simon Biles continúa escribiendo una maravillosa parte de la historia del deporte, las horas de la última tarde en la gran ciudad, cada vez más vacía, pasan trazando el mapa y revisando los caminos del maratón que correré por mi cuenta en París, coincidiendo con la carrera en la que Eliud Kipchoge y Kenenisa Bekele desafiarán las leyes del paso del tiempo y en recuerdo a los pasos del maratoniano aragonés Dionisio Carreras en París 1924.

Desde el primer día tuve claro que haría un recorrido en línea recta, a imagen y semejanza de los legendarios maratones de Atenas y Boston. Al mismo tiempo, aprovechando el histórico acontecimiento de la revolución francesa que quieren conmemorar los organizadores de París 2024 con el trazado del maratón olímpico, tuve claro que mi carrera uniría también el palacio de Versalles con la capital francesa. Y, por último, para evitar los operativos de seguridad que se organizarán alrededor de la prueba olímpica, decidí que mi carrera saldría desde Versalles, pero con la intención de llegar a París por el sur y así poder correr sin riesgo de encontrarme calles cortadas.

Sobre el mapa, aprovechando parte del histórico camino de la Veloscenie que une París con el monte Saint-Michel, comienzo a dibujar mi propio maratón. Y, entre medias, voy descubriendo un precioso recorrido por los caminos rurales y las vías verdes que todavía existen alrededor de la metrópoli parisina en paralelo al trazado de los antiguos ferrocarriles, como ocurrió en el maratón de Boston, y donde podré ir pasando por pequeñas y rurales estaciones de tren construidas en pleno siglo XIX en las que el tiempo parece detenido, hasta llegar a la meta que situaré a los pies de Notre Dame, después de recorrer lugares tan emblemáticos como la mansión de Victor Hugo en pleno campo o, ya en París, el barrio de Montparnasse, los jardines de Luxemburgo, el boulevard de Saint Germain o el icónico trazado del río Sena que va desde la torre Eiffel hasta la catedral parisina, pasando junto al nuevo pebetero situado en el jardín de las Tullerías.

Sin duda, disfruto mucho dibujando en el papel el camino que luego correré y, quizás, el reflejo de que cada vez me voy haciendo más mayor radica en detalles como que cada vez valoro más el papel de los pioneros que un día tuvieron que inventar todo.

Trasladado al mundo del maratón, me resulta inevitable pensar en aquellos locos que inventaron todo desde cero en Atenas y en Boston en el comienzo del olimpismo moderno o en aquellos visionarios que a finales de los años setenta y principios de los ochenta supieron convertir el maratón en un auténtico fenómeno popular, como, entre tantos ejemplos, los pioneros de Nueva York, nuestros amigos del Club Correcaminos de Valencia o incluso mi querido Kostas Tsagarakis, auténtico divulgador del maratón popular en Grecia durante aquellos años en los que unos locos se echaron a la calle convencidos de los beneficios que podría tener la carrera continua para la salud y la magia de una carrera tan única como el maratón.

Trasladado al mundo del atletismo, y precisamente en un día como hoy, no dejo de pensar en figuras tan imprescindibles como el entrenador murciano José Antonio Carrillo, auténtico gurú de la historia de la marcha española y quien, junto a su pupilo Álvaro Martín, por fin ha conseguido su sueño de una medalla olímpica.

Cuando todo estaba por inventar, Carrillo primero fue un niño que soñaba con correr por los caminos de las huertas que siguen el transcurso del río Segura en su pueblo de Cieza. Poco a poco, fue convirtiéndose en un prometedor atleta universitario. Después, descubrió su verdadera vocación como entrenador. A finales de los años setenta, comenzó a dar vueltas a la idea de crear un club de atletismo en su pueblo “para promocionar el deporte y crear una sociedad más sana y responsable”. En 1981 fundó el club Athleo de Cieza con Fernando Valenzuela como presidente. A su alrededor, comenzaron a entrenar junto al río de una forma totalmente artesanal, ya fuera construyendo sus propias vallas y pértigas con las cañas que cogían del Segura, saltando longitud en los bancales, lanzando peso con una piedra o cortando el paso de las carreteras rurales con unas piedras mientras corrían velocidad utilizando unos tacos de salida de madera.

Hasta que todo cambió definitivamente el día que salió del cine de ver Carros de Fuego y su propia vida se fue convirtiendo en un calco de las escenas de la película, cuyos diálogos hasta se aprendió de memoria.

Primero, casi de casualidad, su rumbo fue girando al mundo de la marcha. A partir de sus propios medios casi artesanales, incluso marcando la huella de sus atletas con yeso, como hacía su padre en su trabajo de albañil, poco a poco fue convirtiéndose en un especialista de la disciplina. Y enseguida, con marchadores como Fernando Vázquez, Juan Manuel Molina, Benjamín Sánchez, Amanda Cano, María José Poves, Manuel Bermúdez, Luis Miguel Corchete, Miguel Ángel López, Irene Vázquez, Iván López o el propio Álvaro Martín, entre tantos otros, pronto se convirtió en un auténtico referente de una de las disciplinas que más éxitos han dado al atletismo español.

Entre medias, su propia vida se fue convirtiendo casi en una réplica de Carros de Fuego, hasta el punto que, más allá de su exitosa trayectoria como entrenador, ha ido recreando una a una las secuencias de su querida película, como cuando el año pasado viajó con la familia a la playa de Saint Andrews para correr sobre la espuma de las olas vestido de blanco.

Tan solo una escena se le resistía: la de su querido y admirado Sam Mussabini rompiendo el sombrero cuando su atleta consigue una medalla olímpica. Y ayer por fin pudo completar su sueño tras el fantástico bronce de Álvaro Martín, precisamente en la misma ciudad de París en la que se desarrollaron aquellos Juegos de 1924 que se narran en la película y justo 100 años después.

Igual que dibujar un recorrido sobre un mapa para luego convertirlo en una carrera improvisada es una pequeña aventura, volver a las historias de los pioneros y de los entrenadores y atletas que se tuvieron que inventar así mismos, siempre será una motivación añadida y una forma de aprender a valorar el esfuerzo de quienes acostumbran a estar a la sombra de los focos.

¿Acaso hay una ciudad con más magia y más luz que París para ello?

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