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Cuando corro, no solo miro el pulsómetro para saber el ritmo que llevo, sino también para saber cuánto tiempo falta para tomarme una caña fría. No sé si es una buena idea empezar un artículo sobre running haciendo un alegato a la cerveza. Lo siento, así es mi cerebro y así hay que quererme. Siempre que termino una carrera, tengo el mismo antojo: una caña muy fría. Lo digo a título informativo, pero también por si algún día coincidimos después de un evento deportivo y queréis que mis endorfinas vibren todavía más.
Mis inicios en el running se remontan a enero de 2012. Podría decirse que ese momento fue un punto de inflexión en mi vida, que suena a típica frase repipi pero a los hechos me remito: si unos años atrás me hacía plannings de estudio, ahora me hago plannings de entrenamiento; en mi carta a los Reyes Magos, ahora pido que se pasen por la tienda Nike y ya si eso, que después vayan a Zara; la bolsa de guisantes congelados que tengo en el congelador, es mi nueva mejor amiga cuando algún músculo se queja; y lo más fuerte de todo, ahora los domingos me pongo camisetas fosforitas a la misma hora a la que antaño me estaba quitando los tacones para amanecer, horas más tarde, en las puertas del infierno con un billete “Free Pass VIP Premium”. Estas son solo breves pinceladas de lo mucho que mi vida ha vida cambiado (si os contase la versión extensa, en vez de un artículo, me saldría una novela). No voy a negar que me encanta gastarme “los dineros” en Zara y llegar de vez en cuando a las 6 de la mañana (siempre y cuando no haya carrera al día siguiente). El equilibro es posible.
A día de hoy sigo corriendo porque he descubierto que me encanta retarme a mí misma e intentar superarme, arañando unos segundos a mi mejor marca personal. Corro para celebrar que tengo salud y me emociono al participar en carreras solidarias por los que no la tienen. Corro para conocer ciudades y para ver atardeceres con degradado natural entre violeta y naranja. También corro cuando estoy triste y cuando estoy contenta. Corro cuando quiero dejar la mente en blanco y cuando quiero centrar mis ideas. Corro cuando quiero estar sola, pero a veces también corro acompañada y comparto kilómetros de satisfacción y sufrimiento. Porque no todo es de colores fosforitos. También se sufre. Más de una vez en medio de una carrera he pensando “¿qué hago yo aquí?”, pero después de 9 años nunca me he arrepentido de calzarme las zapatillas. Muchos días, lo más difícil es eso que parece tan fácil: ponerse la ropa.
Correr es bueno para mí. Además, no dependo ni de un jefe, ni de un amigo, ni de un horario. Está todo en mi mano y en mis ganas. Me gusta premiar a mi fuerza de voluntad participando en carreras. Aunque suelo sufrir, son mi premio, mi recompensa por el esfuerzo realizado. Cruzar el arco de meta es cómo alcanzar el Olimpo de los dioses del deporte. Siempre me da tal subidón de autoestima que hace que vea muy probable mi futuro matrimonio con THOR, dios del Trueno. Después de una carrera soy una bomba de optimismo, extroversión y felicidad.
Sé que me queda muchísimo por (re)correr y por aprender, no soy ninguna gurú, pero esta es mi historia. Y si habéis llegado hasta aquí sin quedaros dormidos, os merecéis un premio. No sé, quizás unos kilómetros y una cerveza fría ¡Invito yo! (pero sed prudentes, no vaya a ser que os multen y me echéis a mí la culpa).
¡Muchas gracias por ralatarnos de una forma tan amena tu historia Paloma! Sin duda, con esa alegría, nada puede salir mal.
