Historias

Respira

Guardaré el recuerdo transparente de haber corrido con mi padre. Acompasando el ritmo. Al fin. En una armonía que sólo da el tiempo, los errores y el esfuerzo.

Antonio Agredano

13 minutos

Antonio Agredano y su padre corriendo en Córdoba. Foto: David Molina.

1. UN VIRUS COMPARTIDO

Fidel y Mauro han vomitado casi al unísono. Comparten virus. Uno ha salpicado la pared, las sábanas y la mesita de noche. El otro solo el sofá. “Solo el sofá”, digo, con alivio. María sonríe. Menudo consuelo. Metemos a los niños en la bañera. Los lavo como puedo mientras ella intenta arreglar los desaguisados en el dormitorio y el salón. Los pequeños lloran, un poco confusos, medio febriles, cansados. Chapetas. Un temblor tímido. Les canto sin entusiasmo una canción para entretenerlos. No me hacen caso. “Una linda foca blanca, chuchuá, chuchuá…”, insisto sin gloria. El mayor intenta fugarse. Sin soltar al pequeño, que trata de girarse retorciéndome los dedos, vuelvo a meter a Fidel en la bañera. Gruñe y tira los botes. “Sin genios”, le digo. Pero bajito, porque está malo. ¿Cómo reñir a un niño enfermo? Mis palabras se deshacen en la bañera y se van por el sumidero, como la sopa de arroz regurgitada. El termo tarda en calentar el agua. Oigo los pasos de mi esposa de un lado a otro por el pasillo. Se cierra un armario. Arranca la lavadora. Ya casi le he quitado a Mauro el resto de cena que tiene pegado al pelo, a la piel, en los labios. Como una telaraña adherida a la roca, pienso. Como el testimonio de una calcomanía en el brazo, pienso. “Estoy cansado del estar cansado”, escribió Luis Cernuda. Son las once y media de la noche. La televisión hablando sola en el comedor. Quince whatsapps sin contestar. María quería preparar la reunión de mañana. Yo quería salir a correr un poquito, aprovechando que había dejado de llover. Pero aquí estamos, con los enanos destemplados, en este ejercicio circense al que llamamos, orgullosamente, paternidad.

Soy consciente de lo que significa ser padre, pero jamás pensé en lo que significaba ser hijo. Este abrirse paso por la vida a trompicones. Cuando nació mi primer niño, cuando lo vi violeta y llorón, tan mío y extraño, tan brutalmente hermoso en su fragilidad, en su venida, salí al pasillo del hospital a buscar a mi padre. En ese instante se me reveló, como una tormenta que me pilla al raso, lo que él había hecho por mí. Rompí en un abrazo y quise, con este agradecimiento tardío, pedirle perdón por mis cabezonerías, por mis noches alcohólicas, por los portazos, por cada vómito en la madrugada, por no haber comprendido antes este arisco funambulismo. Aquel día, aquel 7 de octubre de 2017, mi padre tenía un pie escayolado. Yo pesaba 108 kilos. Ninguno podíamos correr. Él se había roto un hueso trotando por la sierra, en un improvisado trail matutino. Yo tenía las rodillas desbaratadas por el exceso. No sospechábamos que solo un año y pico después de aquel abrazo, ambos correríamos juntos por primera vez. Aquí empieza esta historia.

2. EXPECTATIVAS

Es obligación de cualquier hijo decepcionar a su padre. Está en la vida esa zanja en la que hay que caer cien veces. No estar a la altura es una digna medida de lo que somos. Errores y frustración. Discusiones en la cocina, miradas airadas en el pasillo y, lo que siempre es peor, palabras que no se dicen y se enquistan en la garganta quizá ya para toda la vida. Y luego aquello de llorar como lloran los hijos de verdad: escandalosamente y sin consuelo.

Ser padre no es fácil, pero se habla poco del zigzagueo vital del hijo. De los laberintos y las dudas. De amar y cuestionar la autoridad, de esa ciega rebeldía del adolescente o la fría condescendencia de los veinteañeros. Quererse es un milagro. Si a tu padre le gusta John Coltrane, tú escuchas a Nirvana. Si a tu padre le gusta Nirvana, tú te pones a los Gipsy Kings. Si a tu padre se le van los pies con los Gipsy Kings, tú vuelves al jazz. No hay que estar nunca a la altura de lo soñado.

Es deber del hijo machacar las expectativas como sansones, llegar pronto o tarde, torpe y mal, a cualquier idea de lo que uno debería ser. Si tu padre sale a correr, tú sales a emborracharte. Si tu padre compra una botella de vino, tú declinas una copa porque esa tarde saldrás a trotar un poco. No es conflicto, solo supervivencia. Desconfío de esos padres e hijos que comparten aficiones si no lo han dinamitado todo antes. Estar de acuerdo en todo acorta la vida. Si no hay grietas en el lienzo, no habrá belleza en el paisaje. A todo se llega. Al ron sin hielo. A acertar con los regalos. A salir a hacer kilómetros juntos. Pero antes de la armonía, es necesario el ruido. La blanda trinchera. El yo aquí y tú allá, que es una hermosa forma de estar juntos para siempre. Mirando desde diferentes precipicios el mismo abismo. Y luego, ya pasada la tormenta, una tarde inesperada, otoñal y luminosa, os miraréis tu padre y tú, de sillón a sillón, y un engranaje se activará con suavidad, y brotará del fango, salvaje y esperanzadora, una sonrisa cómplice.

Antonio Agredano y su padre corriendo en Córdoba. Foto: David Molina.

Estaréis allí observándoos los dos, con cautela de antílope, adultos e infantiles, testarudos y camaradas, con vuestras mochilas y vuestras ideas, en la ternura antípoda, con vuestras cosas como tenemos todos, padre e hijo, en un equilibrio extraño. En un amor que ha vivido en la sombra durante mucho tiempo, pero que ahí sigue, a su modo, con firmeza, entre vosotros. Llegará ese día como llega todo lo bueno. Porque la vida es un relámpago, ruidosa e inesperada.

Tuve veinte años. Mi padre, por entonces, cuarenta y tres. Me cruzaba con él en el portal, cuando ya la noche se abrazaba al día. Él, de naranja fluorescente, carne de Decathlon, un mp3 lleno de canciones que a saber. Yo, de purísima y oro. Azul cielo y etílica ligereza. Él salía a correr, yo volvía de marcha. No comprendía aún su esfuerzo. Es más, lo despreciaba. Odiaba verlo tan activo, tan preocupado por lo que comía o dejaba de comer. Cuarentón motivado aferrándose a la vida a través del deporte. Un triste clásico. Casi envidiaba las panzas de los padres de mis amigos, tan ajenos a Asics como yo al Derecho Mercantil.  Por esa época se afeitó el bigote. Se dejó crecer de nuevo el pelo. En el hogar, guerra fría. Yo estaba tirando por la borda mi carrera, y él me daba ultimátum tras ultimátum para enderezar mi errático camino. De fondo, su nueva vida, sus hábitos, cierto orden. Y el poco caso que le hacía. “Vente a correr conmigo un día”, me dijo una mañana de sábado. Yo aún tenía el sabor del Larios en la boca. “¿Qué dices, papá?”, respondí, con una mezcla de perplejidad y hastío. Un poco faltón.

Dejando claro que su mundo y el mío eran perfectamente incompatibles. Guardó silencio y siguió viendo la televisión. Tardó en volver a preguntármelo. Suavicé mi respuesta para entonces.

3. SUS INICIOS

“Dejé de fumar y engordé”, me cuenta mi padre. “Me apunté al gimnasio del Club Figueroa, conocí a unos de allí que corrían, y me fui con ellos. Probé unos días. Me gustó. Al mes me apunté a una carrera. Me gustó. Y hasta hoy”, me cuenta. “Tú pon en la revista lo que quieras. Ponlo más bonito. Pero es que fue así. Suena muy tonto, ¿no?”. No tonto, pero lejos de la épica de muchos de los que cuentan sus movidas con el running. Siempre hay una superación, una adversidad, un quejío. En el caso de mi padre, sencillez. Improvisación. “Empecé con las carreritas de 10 kilómetros, cosas así. A veces no sé ni cuánto se corría. Yo iba, me ponía el dorsal, y corría. No miraba tiempos, ni nada. Es que no tenía ni idea. Ahora es diferente. Tú estás con el reloj, mirando los circuitos en Google. Pero antes ibas, te colgabas el número con alfileres, y a correr. Y ya me iban contando los amigos: pues ahora viene un repecho, después de esa curva ya son dos kilómetros nada más y aceleramos un poquito quien pueda, y cosas así”. Está un poco nervioso contestando a mis preguntas. La idea de este reportaje le encantó, pero ahora duda. “Trátame con cariño”, me dice. Se va a la cocina. Corta queso parmesano, un poco de chorizo de Los Pedroches, vuelca las regañás en un cuenco. Luego oigo el tintineo del cristal. Trae una botella en cada mano. “¿El Rioja o el Ribera?”, me pregunta. “La que prefieras. Lo mismo caen las dos”, le contestó. “Pues también”. Sonríe.

“Voy pensando en mis cosas. Nada profundo. En lo que he hecho por la mañana, en el trabajo, en lo que me queda por hacer a la tarde. O me cruzo con gente y pienso, mira este lo abrigado que va o este me suena a mí del barrio. Cosas así. Suelo improvisar los circuitos, los kilómetros, las vueltas. Si estoy bien, corro más. Si estoy cansado, cojo el camino y vuelvo a casa”.

Elige una sin pensar en ello demasiado. Mi padre funciona a impulsos. Es culo de mal asiento. Es un hombre con nervio. Un nervio que no heredé. Que nunca tuve, pero que a veces extraño. Esa electricidad en el día a día. El pronto.

Su dureza. Yo salí más blando. Más poeta. En el fútbol me comían. En el recreo no apretaba los puños. Yo hablaba y hablaba, queriendo llegar con palabras a donde solo se puede llegar con carácter. Con confianza. Con esa inyección de sangre en el cuello, esa manera de echarse para adelante. No tengo nada de eso. A veces, un tímido reflejo. Poco más.

“Voy pensando en mis cosas. Nada profundo. En lo que he hecho por la mañana, en el trabajo, en lo que me queda por hacer a la tarde. O me cruzo con gente y pienso, mira este lo abrigado que va o este me suena a mí del barrio. Cosas así. Suelo improvisar los circuitos, los kilómetros, las vueltas. Si estoy bien, corro más. Si estoy cansado, cojo el camino y vuelvo a casa”.

4. ASFALTO

“Me hizo ilusión verte más canijo el año pasado. Lo de cerrar el pico y apuntarte al gimnasio. Y ya cuando empezaste a correr, pues pensé en la de veces que te lo había propuesto y la de cosas que habríamos podido hacer juntos”, me dice. Tiembla ya una botella. La otra espera. “¿El vino también te lo pagan los de Corredor?”, me pregunta. “¡Qué coño! El vino lo he pagado yo”, contesto. Ríe como él ríe. Con contención, con un soplido agudo. Lleno las copas. “Lo que te quería decir no es que estuvieras gordo por lo físico, sino por la salud. Por los meniscos. Y que bebías mucho, y comías mal y había mucho desorden y todo viene de lo mismo. Pero a ti nunca se te ha podido decir nada, porque enseguida te pones como una fiera. Hasta lo de tus estudios viene de ahí, de no quererse, de mirar siempre para otro lado. Pero son cosas que son difíciles de decir a un hijo porque parece que uno se mete donde no le llaman, pero me preocupaba. Correr a mí me permitía luego tomarme mis cervecitas, mis patatitas… Pero si no haces nada, pues eso. Dejaste el fútbol, dejaste muchas cosas, y todo era por eso, por no cuidarte un poquito”. Le he pedido sinceridad. Arranca con fuerza. Le pregunto sobre qué siente cuando corre.

“Voy pensando en mis cosas. Nada profundo. En lo que he hecho por la mañana, en el trabajo, en lo que me queda por hacer a la tarde. O me cruzo con gente y pienso, mira este lo abrigado que va o este me suena a mí del barrio. Cosas así. Suelo improvisar los circuitos, los kilómetros, las vueltas. Si estoy bien, corro más. Si estoy cansado, cojo el camino y vuelvo a casa”, contesta.

Antonio Agredano y su padre. Foto: David Molina.

“Me gusta correr en circuitos urbanos, mejor que por las calles de la ciudad. Los semáforos, el tráfico. Eso es un coñazo. En Córdoba es complicado. En el circuito puedo centrarme en la carrera y punto. Ahí nos diferenciamos, ¿no?”, me cuenta. Cierto. Yo corro por las avenidas y los callejones, en paralelo al carril bici o atravesando peatonales comerciales. En Sevilla habitualmente, donde vivo. Prefiero la calle, la bulla, me entretiene cruzarme con gente. En el circuito, por muy largo que sea, me suelo aburrir. Dar vueltas como un hámster. “A mí me gusta correr temprano, a ti por las noches, a mí por tierra, a ti por asfalto… cada uno es un mundo hasta para esto”. Las ciudades tienen su misterio. Su dulzura. Algo impredecible. Cuando corro por Sevilla la descubro, porque aún la conozco poco. Cuando corro por Córdoba, me reencuentro con ella. No sólo es hormigón y lluvia y señoras que pasean despacio y mierdas de perro y adolescentes vestidos de negro. Cuando empecé a correr conocí una ciudad que no sabía que existía, una que pasa rápido a mi paso, como una película siempre nueva. Fotogramas de otras vidas. Camiones del reparto. Sirenas. Arquitecturas dóciles. Otra gente que corre. Que incluso me saluda en una extrañísima camaradería. Persianas bajadas. Terrazas deshabitadas. Coches abandonados. También ese otro perfil, de anatomía de cemento, de algo que muere dentro de cada mapa. Y luego, las luces del centro. La urgencia de los demás. Cuando corro atravieso sus preocupaciones, sus miserias, su ruido. Corto con mi cuerpo la sombra de otros cuerpos. Siento que soy un fantasma que recorre un caserón habitado por gente que no sabe que estoy allí. Que no estamos en el mismo plano. Que somos personajes de diferentes historias. Correr me invisibiliza y lucho por volver a casa y abandonar una realidad oscura y nueva. Son cosas que pienso cuando corro, con la música demasiado alta, con canciones que apenas hablan ya de mí.

5. EL HUESO

“Creía que no iba a volver a correr. Fue una fractura tontísima. Bajaba andando de la ermita, en una de esas caminatas mías, y como me encontraba tan bien, dije: voy a pegar una carrerita hasta casa. Pero claro, es campo. Y pisé una piedra y no sé cómo, pero me rompí este hueso”, me dice. Y se señala el empeine del pie. “Llegué como pude a casa y nada, al hospital. Casi dos meses de yeso y la recuperación fue muy lenta. Ya no me siento como antes, piso raro. Cuando corrimos juntos por primera vez también fue un reto para mí. Hacía más de un año que no corría, porque te confieso que me daba miedo. Lo que más me dolió no fue el pie, sino que me lo rompí justo cuando nació Fidel y me sentía un inútil ahí sentado, con las muletas, sin poder llevar a María al hospital, ni estar de la misma forma. Solo parado esperando a que naciera. No pude ni ir de arriba para abajo del pasillo para quitarme los nervios”. Le recuerdo el abrazo que le di. Me emociono al recordarlo avanzar hacia mí a la pata coja. Quedarse enganchado a mis brazos. Llorar. Yo al menos. Con todas mis fuerzas. Sin consuelo ni pudor. “Abuelo… quién me lo iba a decir a mí. Ya, hasta me da igual envejecer. Al principio, cuando corría, pues creía que iba a parar el tiempo. Que hacer deporte de alguna manera me congelaba el reloj. Pero ya con mis nietos, con Fidel primero, luego Mauro, ahora tu hermana con Lázaro… esto que es la vida no para y lo que hay que hacer es aprovechar cada minuto. Corriendo o parado. Pero siempre con alegría. Yo te veo más feliz ahora. Esa es la verdad. Con los niños, con María, con tus rutinas. Antes estabas más triste siempre. Y no es que el deporte te vuelva gilipollas, pero dan más ganas de hacer más cosas. ¿O no?”.

“Puede”, digo. Pero me he quedado en aquel abrazo del hospital. En ser padre. En ser padre con esa ingenuidad feroz. Nadie está preparado para esto. Ahora lo pienso y pienso en mi padre conmigo. En aquellas fotos de niñez. Él cogiéndome en brazos, en la playa, con su pantalón corto de adidas. La infancia se construye en los veranos. Siempre fue un tirillas. No sé de dónde saqué yo este corpachón. “Antes no se comía tanta mierda como ahora. Las patatas, los dulces, eso llegaba a casa contado. A ti siempre te han gustado mucho los Bollycaos. De chico te los comías a escondidas. Llegabas al salón disimulando y te pillábamos porque tenías la boca llena de churretes. Siempre has sido muy inocente”.

6. JUNTOS

Al fútbol le pido victorias, al running, soledad. Me gusta correr solo, con música, sin horarios, sin explicaciones, sin impostada cháchara. “Nunca había corrido con nadie hasta que salimos aquella mañana tú y yo”, le digo a mi padre. “A mí también me gusta correr solo. No te creas. Pero claro, la gente te pone en compromisos y al final dices que sí y quedas para correr. Pero yo he hecho muchos kilómetros sin nadie, a mi aire. Además que uno disfruta con eso, no sé si es la edad, pero cada vez aguanto menos a los demás. Te ponen la cabeza como un bombo”. Abro una aplicación en el móvil. Busco con el dedo. “Mira papá, la primera vez que corrimos juntos fue el 29 de diciembre de 2018. Hicimos nueve kilómetros a 6:30. Qué desastre”, le digo. “Andando casi. ¿Tan lentos? Me acuerdo del día. Hacía frío. Fue un orgullo para mí. Yo sé que no tiene mucho sentido, pero me dio alegría compartir ese momento. Llegó tarde, también te digo. Si me hubieras cogido hace diez años, que me hacía las medias como un tiro… Pero ahora ya he perdido fuelle. Aún así te aguanto bien”, me dice. Aquella mañana corrimos en el circuito del Tablero, en Córdoba. Yo llevaba apenas un mes corriendo. Él aún tenía el recuerdo de la fractura en el pie. No hay nada más íntimo que el miedo. Las nieblas de cada uno. Aquellos nueve kilómetros me parecieron un mundo. Aún pesaba noventa y tantos kilos. Jamás había corrido más de cinco kilómetros seguidos. “Respira”, me decía mi padre. En el kilómetro siete sentí cómo se me endurecían los muslos y luego los gemelos. Era como correr sobre dos pequeños zancos. Acabamos y nos abrazamos. Sólo recuerdo dos abrazos con él, el del nacimiento de Fidel y aquel. Quererse es un combate de sombras.

Mira papá, la primera vez que corrimos juntos fue el 29 de diciembre de 2018. Hicimos nueve kilómetros a 6:30. Qué desastre”, le digo. “Andando casi. ¿Tan lentos? Me acuerdo del día. Hacía frío. Fue un orgullo para mí. Yo sé que no tiene mucho sentido, pero me dio alegría compartir ese momento. Llegó tarde, también te digo. Si me hubieras cogido hace diez años…”

7. VINO

“No han caído las dos de milagro”, digo. “La terminamos mañana”, dice mi padre. Mañana hemos quedado para correr un poco y hacernos las fotos que acompañan estas palabras. Hará sol. Sol y vino, como un mono desactivando una bomba. Es tarde. Seguimos charlando, planeando futuras carreras. Una media juntos, quizá. Él tiene ganas. Hace años que no corre una. Yo apenas he hecho dos, y con un cronómetro digno de Demis Roussos. “Para el 2020. ¿Apuntado?”. Apuntado. Las carreras son como la vida. Son más anchas que largas. Pesan. Hay momentos de euforia y luego el pinchazo y las dudas y todos esos pasos que se dan por dar, sin criterio ni esperanza. 21 kilómetros de asfalto. 21 gramos de alma. De padre a padre, de hijo a hijo. “Soy el hombre que tu padre fue”, escribió Dylan Thomas. Nuestra historia arañada en un espejo. Caminamos sobre las huellas gigantes de quienes nos precedieron. Guardaré el recuerdo transparente de haber corrido con mi padre. Acompasando el ritmo. Al fin. En una armonía que sólo da el tiempo, los errores y el esfuerzo. Correr es una suerte de reencuentro. También con el hombre que fui, soy y terminaré siendo. “Respira”, insiste mi padre cuando aún corremos. “No queda nada”, me dice. Y me quedo en silencio, porque es eso justo lo único que ahora me da miedo: que la carrera se acabe, que se nos acabe el tiempo.

Antonio Agredano y su padre. Foto: David Molina.

 

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