Opinión

Esgrafiados, corzos y grabados rupestres

Correr junto a corzos y ser testigo de la trascendencia de una marca en una roca que, durante siglos y siglos, le ha echado un buen pulso a la posteridad.

Juanfran de la Cruz

5 minutos

Esto no va de una carrera de esas con dorsal. Está más ligado a una experiencia vital.

La masa arbórea, pinares y más pinares, que se observa en un horizonte cada vez más cercano y que se aguarda con las ganas propias del que quiere un poco de resguardo del viento que sopla, y resopla, y entre medias te abofetea, esa tierra prometida de coníferas deja de ser nuestro confín en el momento en el que una carreterita de las antiguas, de esas estrechas de asfalto botoso e irregular, sale a mano izquierda y nos convoca para tomarla. No, esto no va de una carrera de estas con dorsal. Está más ligado a una experiencia vital con el hilo argumental del abstracto, pero saludable, ‘salir a correr’.

Venimos corriendo desde Migueláñez, un pueblecito segoviano muy agradable, de casco urbano pintoresco, frontón en la plaza, esgrafiados en algunas fachadas, torre de iglesia solemne y hermosa, y toca poner rumbo ahora a una población en las que la toponimia se da la mano con la onomástica. Domingo García, sí, es nuestro destino, y en honor de la verdad estamos encarando un pequeño rodeo por eso de acumular kilometraje.

Entre Migueláñez y Domingo García existe una pista asfaltada, carretera local, que les conecta en apenas un kilómetro. Nosotros hemos venido corriendo por el margen de la SG-V-3413, con las máximas garantías de seguridad, margen izquierdo, de cara a la inexistente circulación, con fluorescentes varios y hasta una luz de esas traseras de bicicleta que le hemos cogido prestada a la flaca para estos menesteres gracias a un utilísimo y práctico sistema de clip; y por esta carretera hemos hecho casi cuatro kilómetros. Pero llega el giro, se concreta el cambio de carretera y encaramos un progresivo ascenso hasta Domingo García, a dos kilómetros nos cuenta la señalización vertical, en el que el viento, qué cosas, ha dejado de pellizcar. No sabemos si será por ese Cerro de San Isidro, y por una preeminencia orográfica vecina de la que ignoramos el nombre, en cuyas faldas nos recibe el pueblo. Sí tenemos certeza, absoluta, que este tramo es una delicia.

Las vistas del casco urbano, asentado en su entorno, tiene un poco de postal con estos colores de los últimos días del otoño que una buena lluvia, un par de días antes, ha intensificado en refulgor. Un vistazo hacia la derecha, cuando la pendiente gana algunos grados, nos regala un panorama de campos abiertos, un punto descendente desde nuestra escalante posición, cultivados con diferentes gamas de verdes. En primer plano, una generosa parcela en la que crece una planta coronada de llamativos rojos. En último plano, una uniforme concentración boscosa que, como un ejército desafiante, nos espera para otro momento. Y el cielo, ay el cielo, con una de esas nubes que se desmenuza en tantos puntos, como pellizcos de ángeles, que no solo permite ver un cielo de intenso azul añil, sino que le da al día, a este momento del día, el aspecto de soleado. La instantánea la emiten fijo en la sección de El Tiempo de TVE, vamos.

Vamos llegando a Domingo García y a poco, muy poco, de la entrada en el poblado, allí donde linda un campo de reciente arado con otro de girasoles caídos, algo se mueve. Dimensiones poco claras. Amagos de camuflaje. Parece que hay un par, pero no sabemos de qué. Ganamos metros, ganamos perspectiva. Un grupo de corzos intenta ocultarse de mis maltrechas zancadas, aunque acaban asustados por mi más maltrecha respiración y el intento, desesperado, de captar el momento. Sí, hay situaciones que es mejor vivirlas y los móviles mejor en el bolsillo, pero el instante tenía su importancia para destacar el porqué de saltarse una comida en un contexto de ‘finde’ rural con amigos por eso de salir a correr, perdonadme chicos, un día es un día, blablablá…

Una experiencia con corzos es una patente de corso, sobre todo inmortalizada. Se graba lo que se puede, pero se disfruta sobremanera su esquivo huir con esos saltos que, entre los cultivos, se asemejan al impresionante avance de un nadador de estilo braza emergiendo de la línea de flotación. Y es un deleite como, pimpampum, metros abajo donde se sienten seguros, se cruzan la carretera por la que venimos en un brinco o dos y siguen navegando por esos Campos de Castilla. Llevamos unos seis kilómetros, pero esta salida pedestre no va a ser en absoluto igual gracias a los cérvidos y su simpática aparición. Da igual que llegue lo más duro de la subida, al paso por el casco urbano, el recuerdo del encuentro lo puede todo y el refuerzo del paso por la iglesia de Santa Cecilia hace el resto.

Ignorando el camino directo (antes citado) hacia Migueláñez seguimos corriendo, ganando altura, pero más lentamente, por las faltas del Monte San Isidro. Caen algunos arroyuelos y un par de lagunillas se extienden a mano izquierda, en nuestro sentido de la marcha. Se nos espantan algún ave acuática y un par de conejos de generosas dimensiones. La carretera regala en este punto unas vistas panorámicas muy bonitas, con Migueláñez en primer plano, el también cercano (y más grande) pueblo de Bernardos en segundo y otros, que no identificamos, salpicados en otros puntos de nuestra fatigada contemplación.

Llevamos unos seis kilómetros, pero esta salida pedestre no va a ser en absoluto igual gracias a los cérvidos y su simpática aparición. Da igual que llegue lo más duro de la subida, al paso por el casco urbano, el recuerdo del encuentro lo puede todo y el refuerzo del paso por la iglesia de Santa Cecilia hace el resto.

Cuando coronamos el tramo carreteril del Cerro de San Isidro, un pequeño toboganeo y un leve descenso nos deja junto al acceso al yacimiento de grabados rupestres de Domingo García. Así que conducimos nuestras zancadas, cada vez más fatigadas, hacia un tramo ascendente que nos deja ante el conjunto. No es plan hacerlo todo corriendo, estas maravillas exigen de una contemplación pausada y un reflexivo saboreo, pero sí vemos interesante la inclusión testimonial de alguno de estos petroglifos en estas líneas para que, entre hermosas torres, encuentros con zorros y toques prehistóricos, tengan su empaque, su interés o su justificación.

Con las ruinas de la ermita de San Isidro en un promontorio cercano como testigo, unos añejos grabados de mucha antigüedad nos reciben y nos despiden. No todo va a ser perfecto. Antes, algún grabado de más nuevo cuño e inspiración más gamberra nos inspiran alguna que otra grosera maledicencia hacia M. H. H. y J. M. G. S. Si es maravilloso asistir a algo que ha sobrevivido en la roca durante tanto tiempo, da mucha pena la constatación de la estupidez humana. Pero bueno. Es el punto más alto de esta trotada, unos 942 metros, casi 9 kilómetros recorridos. Toca iniciar el descenso hacia Migueláñez. Un tramo, postrero, rápido, favorable, que se hace rápido.

La entrada al pueblo nos recibe con un repecho indigesto. Y el paso por su único bar con unas hermosas palabras de uno de sus parroquianos, apurando un cigarro, “ostia, mira ése que motivao”. Pero a la vuelta de la esquina está la última calle y nuestro destino, que fue nuestro origen algo más de once kilómetros antes, la Casa Rural Rocamora del amigo Nacho. Justo al lado, el campanario. Y justo en ese momento, el tañer de una franja horaria que no recordamos. Kevin Costner había bailado con lobos. Nosotros, recién terminado de correr junto a corzos y ser testigo de la trascendencia de una marca en una roca que, durante siglos y siglos, le ha echado un buen pulso a la posteridad.

Juanfran de la Cruz descubriendo Domingo López

 

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