“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”. (Del lado de allá. Rayuela, Julio Cortázar).
Aún de noche, el penúltimo día de los Juegos Olímpicos de París 2024 empieza a desperezarse. A estas horas, la temperatura, que un día más amenaza con volver a ser muy alta, da un pequeño respiro envuelta en una suave brisa. En pleno fin de semana de agosto, las calles aún están desiertas y, casi a oscuras, camino hasta la estación de metro para subirme al primer tren y llegar al palacio de Versalles antes del amanecer.
En la explanada que se extiende frente al palacio, todo está preparado para el paso del maratón olímpico. Sin público todavía, sólo los policías y los militares del impresionante dispositivo de seguridad que se ha desplegado pasean entre las vallas del recorrido, junto a algunos voluntarios. E, imaginando a Kipchoge y a Bekele corriendo aquí por última vez dentro de unas horas, me dirijo a la entrada principal de Versalles para empezar a correr desde ahí un improvisado y solitario maratón que me llevará hasta la catedral de Notre Dame de París.
¿Por qué corremos? ¿Por qué idealizamos tanto la carrera de maratón?
Del lado de acá, desde un punto de vista histórico, los orígenes de la carrera de maratón no admiten lugar a la duda: con motivo de los primeros Juegos Olímpicos modernos de Atenas 1896, el barón Pierre de Coubertin y su amigo Michel Bréal decidieron crear una carrera basada en el hecho histórico de la batalla de Maratón que tuvo lugar durante la primera Guerra Médica en el año 490 a.C. para que sirviera de colofón a su nuevo invento olímpico e instauraron una prueba que llevó a los corredores desde la llanura de Maratón, donde tuvo lugar la famosa batalla, hasta el estadio olímpico de Atenas. Tras los Juegos, la idea viajó junto a los atletas de los distintos países en sus barcos de regreso a casa y rápidamente encontró su réplica en ciudades como Boston. Poco a poco, a través de las distintas ediciones olímpicas, la carrera fue puliéndose hasta llegar al maratón de 42.195 metros. Y, sobre todo, tras el mediático triunfo del estadounidense Frank Shorter en el maratón de Múnich 1972 comenzó una fiebre popular por esta carrera, con epicentro en Nueva York, que rápidamente fue trasladándose a todas las ciudades del mundo durante finales de los años setenta y principios de los ochenta, hasta convertirse en el fenómeno social y de masas que hoy conocemos.
Del lado de allá, de aquel que nos habla de las emociones y que es mucho más intangible, los orígenes del éxito de la carrera de maratón apelan mucho más al corazón de cada corredor popular. A la necesidad que seguimos teniendo en pleno siglo XXI de plantearnos retos y pequeñas aventuras, incluso en un mundo mucho más industrializado e instagramenizado como el nuestro, donde el romanticismo y el verdadero esfuerzo cada vez son más difíciles de encontrar.
Entre un lado y otro, como una de las numerosas apuestas de la organización de los Juegos Olímpicos de París 2024 por convertirse en unos de los mejores de todos los tiempos, para el último día han dejado una de sus grandes novedades e ideas más brillantes: organizar un maratón popular el mismo día y sobre el mismo recorrido que el maratón olímpico, cerrando el círculo que abrieron en su día Coubertin y Breal y de manera que, la carrera que un día nació olímpica y luego se convirtió en un fenómeno de masas, regresa por primera vez a su hogar, a los Juegos Olímpicos, pero ahora en ese formato popular.
En medio del silencio del amanecer y lejos del ruido de las salidas de las carreras a las que estamos acostumbrados, junto a la puerta de entrada del palacio de Versalles enciendo el GPS y comienzo a correr en solitario en dirección a París con mi camiseta del club Barraires de lanzamientos tradicionales de Zaragoza y en recuerdo a Dionisio Carreras, noveno en el maratón olímpico de 1924.
Sin dudarlo, sabiendo que viviríamos estos Juegos de una manera muy especial como un viaje casi iniciático en familia, desde el primer día que París anunció el maratón popular olímpico me embarqué en la aventura de intentar conseguir un dorsal para la carrera. Primero, acumulando kilómetros y puntos para los sorteos que se fueron realizando a través de la aplicación oficial durante más de dos años. Después, intentándolo mediante todas las opciones de amigos y acreditaciones de prensa. Pero pronto nos quedó claro que sería una empresa casi imposible y, dado lo que supone preparar bien un maratón en pleno verano, a falta de más de medio año tomé una decisión: de una manera u otra me entrenaría y correría un maratón en París para poner punto y final a los Juegos Olímpicos como manda la tradición, ya fuera dentro del maratón popular, si al final había un golpe de suerte a última hora, o corriendo por mi cuenta a lo largo de algún recorrido simbólico que pudiera trazar con todas las garantías posibles (ausencia de tráfico, puntos de avituallamiento, localización continua…).
Tras descartar los recorridos originales de los maratones de París 1900 y 1924, cuyos trazados serían más peligrosos al haberse perdido entre la maraña de carreteras que rodean la ciudad, y descartar también el recorrido del actual maratón popular parisino que se celebra cada primavera por ser un trazado tan céntrico que no podría evitar muchos de los cortes de calles y temas de seguridad propios de la organización de los Juegos, decidí buscar un camino alternativo.
En primer lugar, adoptando la gran idea de la organización de París 2024 de plantear el maratón entre Versalles y París para conmemorar la revuelta femenina que estuvo en el origen de la Revolución Francesa y cuyo trazado en línea recta me recordaba desde el principio a los recorridos originales de los maratones de Atenas y Boston. En segundo lugar, utilizando el recorrido del histórico camino de la Véloscénie que une París con el monte de Saint Michel y que, mediante un carril bici que después conecta con la vía verde que entra a la ciudad por el sur, me permitiría poder correr en paralelo y a la misma hora que tendría lugar el maratón olímpico para aprovechar las horas de menos calor del día, pero sin riesgo de cruzarme con los cortes de calles y carreteras de la carrera oficial. Y, en tercer lugar, pudiendo completar la distancia del maratón finalizando mi recorrido por las calles de París a través de un buen puñado de lugares simbólicos desde un punto de vista personal, así como la posibilidad de situar la meta frente a la catedral de Notre Dame, todavía en obras de restauración y origen del viejo camino a Saint-Michel, pero también corazón neurálgico de la ciudad, de sus orígenes y punto kilométrico cero de todas las carreteras de Francia.

En medio del silencio del amanecer y lejos del ruido de las salidas de las carreras a las que estamos acostumbrados, junto a la puerta de entrada del palacio de Versalles enciendo el GPS y comienzo a correr en solitario en dirección a París con mi camiseta del club Barraires de lanzamientos tradicionales de Zaragoza y en recuerdo a Dionisio Carreras, noveno en el maratón olímpico de 1924.
Rumbo al este, tras dejar atrás las casas que rodean el palacio, el camino se convierte en una preciosa vía rural rodeada de árboles, prados y riachuelos. Recordando al trazado original del maratón de Boston, en paralelo al camino discurre una de las primeras líneas de ferrocarril que surgieron alrededor de la capital parisina, repleta de pequeñas estaciones de tren que parecen congeladas en el tiempo en pleno siglo XIX. Poco a poco, a medida que el camino serpentea con las vías del tren, van sucediéndose los nombres de pequeños pueblos: Jouy-en-Josas, Vauboyen, Biévres, Igny… En medio del campo, el camino pasa junto al Château des Roches que Victor Hugo utilizaba como refugio literario y que todavía conserva toda la identidad de su época de esplendor. Hasta que, tras dejar atrás el pueblo de Massy, y ya siempre con dirección norte, el camino conecta con la vía verde que llega casi hasta el centro de París.
Durante el acceso a la capital parisina, la enorme torre de Montparnasse, totalmente unida a nuestra vida emocional, me sirve de faro señalando siempre el camino. La Rue de Rennes me lleva en paralelo al jardín de Luxemburgo de Cortázar hasta desembocar en el boulevard de Saint-Germain. Y, a través de nuestra rue de Buci, llego hasta el puente de Saint-Michel, cuál si no, donde me espera la familia para darme ánimos para los últimos kilómetros.
Desde ahí, ya sin abandonar el curso del río Sena, con la torre Eiffel en el horizonte, dejo atrás la isla de la Cité. Cruzo el pont des Arts encontrando como siempre a Maga. Atravieso el jardín de las Tullerías para correr junto al pebetero olímpico. Paso por el puente de Alejandro III que desemboca en la plaza de los Inválidos donde Tamirat Tola acaba de proclamarse campeón olímpico de maratón durante el último baile de dos leyendas como Eliud Kipchoge y Kenenisa Bekele. Y, tras atravesar el Grand y el Petit Palais, llego hasta los Campos Elíseos, cortados al tráfico durante estos días, para darme la vuelta y terminar regresando por el mismo camino hasta el puente de Saint Michel.
En la pequeña isla del Sena, de fondo las torres de la catedral de Notre Dame sirven como una improvisada meta de lujo a toda esta pequeña locura olímpica y, final del viaje familiar, nos abrazamos juntos para disfrutar del último día en París paseando y riendo por sus calles, antes de comenzar el viaje de regreso por carretera con una última parada en Burdeos.
La noche del domingo, tras el histórico triunfo de Sifan Hassan, el fuego del pebetero olímpico se apaga después de dos semanas inolvidables. Poco a poco, la capital parisina y la silueta de la torre Eiffel iluminada en medio de la oscuridad van quedando atrás. Y, lejos de la melancolía, conscientes de que la presencia de París nos seguirá acompañando siempre en nuestras vidas, incluso todavía de una manera más fuerte que hasta ahora, regresamos a casa sabedores que en la distancia seguiremos escuchando el sonido de las campanas de Notre Dame, a las que pronto se unirá la campana de los campeones del estadio olímpico.
