“En una carrera, estás completamente solo. Nadie puede ayudarte. Sin embargo, las carreras cortas se corren sin pensar. En las largas, tienes que correr una gran distancia solo para estar presente en las vueltas que realmente cuentan. Pero, en la milla, cada parte es importante: no puedes desfallecer en ningún momento, no puedes dejar nunca de pensar y te pueden ganar en casi cualquier punto. Supongo que podría decirse que es como la vida misma. Siempre he querido dominarla”.
John Landy (1930-2022), el atleta que luchó con Roger Bannister por bajar por primera vez de los cuatro minutos en la milla.
Entre la bruma de la memoria y el inexorable paso del tiempo, en el bosque de Vincennes, al este de París, nada hace imaginar que un día allí se disputaron los Juegos Olímpicos de París 1900, los segundos de la era moderna después de su nacimiento en Atenas 1896 y que desde el mismo momento en el que se disputaron fueron bastante ignorados al haber sido más bien un festival deportivo muy diluido dentro de la Exposición Universal que se celebró en la capital parisina durante ese año.
Al amanecer, me pierdo corriendo entre la frondosidad del bosque para apurar mis últimos kilómetros antes de mi maratón improvisado del sábado. Después de la ducha, pasamos la mañana recorriendo en bicicleta los caminos que rodean al castillo de Vincennes y su famoso hipódromo. Y entre estanques y árboles, tan solo encontramos como rastro olímpico las vallas que aún marcan el recorrido de la prueba ciclista que se disputó hace unos días, hasta que llegamos al vetusto y precioso velódromo Jacques Anquetil que acogió aquellos Juegos de 1900.
En la grada, un viejo entrenador permanece con su cronómetro en la mano, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor. En la pista, tan antigua como los recuerdos de lo que un día se vivió allí, los jóvenes de un equipo de ciclismo en pista apuran las últimas series de su entrenamiento detrás de una moto. Y, mientras hablamos con las niñas sobre la importancia de conservar aquello que forma parte de nosotros mismos, nos frotamos los ojos imaginándonos que hemos retrocedido más de un siglo, cuando la vida y el deporte eran algo muy diferente.
Recuerdo que de niño tenía un pequeño cuento ilustrado que adoraba. En él, un estadio iba fantaseando con todas las posibilidades de lo que podía ser: un estadio de fútbol, un estadio de baloncesto, un estadio de rugby… Y, finalmente, llegaba a lo que decía que todo estadio sueña siempre con ser: un estadio olímpico.
Seguramente, si algún día me toca ir a terapia para intentar controlar esta locura, debería de empezar por ahí mis conversaciones con el psiquiatra. Pero mientras apuramos el paseo por Vincennes antes de ir a Saint Denis para perdernos en la magia del auténtico estadio olímpico, repleto de público desde casi dos horas antes de comenzar las pruebas de la tarde y donde se respira un ambiente absolutamente eléctrico.
En el anillo, Kirani James continúa opositando a ídolo legendario en las semifinales de 400. En el cuatro vallas, Sidney McLaughlin y Femke Bol continúan apurando uno de los duelos más esperados de París 2024 antes de encontrarse en la gran final. En el pasillo de salto, Tentoglou gana su segundo oro olímpico consecutivo. En la jaula de lanzamientos, la canadiense Camryn Rogers termina con el reinado de la legendaria Annita Wlodarczyk y sus tres títulos olímpicos en martillo. Winfred Yavi gana los tres mil obstáculos con récord olímpico incluido, mientras que el estadio enloquece con la remontada de la francesa Alice Finot y nosotros nos quedamos afónicos animando a Irene Sánchez Escribano. Gabrielle Thomas hace una exhibición de elegancia en la curva del doscientos. Y, con los pelos de punta, nos frotamos los ojos viendo en directo la mejor final de mil quinientos de todos los tiempos.
Parte de nuestra alma, los que nos criamos con aquellos viejos cuentos de estadios de atletismo y con las exhibiciones de la milla y el mediofondo mundial de los años ochenta y noventa, también soñamos siempre con las finales olímpicas de 1500 metros.
Detrás de mi propios gritos, de fondo escucho las voces de mi hija mayor que no para de gritar: "¡¿Qué ha sido eso?! ¡¿Qué ha sido eso?!".
A un lado, el arrogante noruego Jakob Ingebrigtsen que ha reinventado la distancia, entra al estadio señalando el cielo con el dedo de campeón. Al otro lado, la tradicional escuela británica encabezada por Josh Kerr. Y, entre medias, los milleros norteamericanos se cuelan en la fiesta hasta apoderarse del oro con Cole Hocker y el bronce con Yared Nuguse.
En los vídeos marcadores, después de una última recta inolvidable, el cronómetro señala un tiempo de 3:27.65. Por detrás, tres corredores más corriendo por debajo del ya antiguo récord olímpico, hasta el propio Ingebrigtsen, que en esta ocasión se queda fuera de las medallas, y una retahíla de récords nacionales. Y en la grada, las voces enloquecidas de todo un estadio que no termina de creerse lo que acaba de presenciar.
Detrás de mi propios gritos, de fondo escucho las voces de mi hija mayor que no para de gritar: "¡¿Qué ha sido eso?! ¡¿Qué ha sido eso?!".
Cuando nada de todo esto tenga ya solución, prometo contar también este momento a mi loquero de cabecera. Pero antes, una noche más nos acostamos sin dejar de soñar, sabiendo además que mañana estaremos en el viejo estadio de Colombes donde se disputaron los Juegos Olímpicos de París 1924 y que quedó inmortalizado para siempre en la película Carros de Fuego.