"Cerrando los ojos podemos recordar a aquellos hombres jóvenes con esperanza en sus corazones y alas en sus pies". Carros de Fuego, Hugh Hudson, 1981).
Igual que si la vida fuera una novela interminable de Paul Auster o Georges Perec, siempre podemos perdernos en los libros de Vilas Matas sintiendo cómo se difumina la frontera entre realidad y literatura, incluso hasta vernos a nosotros mismos dentro de sus historias. Además, seguramente no haya una ciudad mejor para ello que París, con sus calles, sus rincones y sus pequeños secretos escondidos.
Como tantas otras veces, estas noches parisinas aprovecho para terminar cada día paseando por la ciudad de la mano del escritor barcelonés y anoche me quedé dormido tras acompañarle en una disparatada búsqueda de una casa de doble fachada en la rue de Saint-Guillaume que terminó convirtiéndose en el inesperado descubrimiento de la buhardilla del boulevard Saint-Germain donde vivió y murió el poeta Guillaume Apollonaire, auténtico padre del surrealismo.
Al amanecer, París despierta nublada y una suave brisa parece anunciar que la ola de calor de los últimos días ha terminado.
Todavía con esa mezcla surrealista entre los recuerdos del libro que descansan en la mesilla del apartamento, los sueños de la noche y la realidad, salimos a la calle para comenzar nuestra propia búsqueda, ya sin rastro de los versos de Apollinaire, y que en esta ocasión nos va a llevar al viejo estadio de Colombes donde se disputaron los Juegos Olímpicos de París 1924.
Coleccionistas de estadios, o candidatos a manicomio, según como se mire, bajamos en la estación de tren de Colombes y caminamos hasta el viejo estadio olímpico, sede de hockey en estos Juegos, para ver la primera semifinal que enfrentará a Países Bajos y Argentina.
El barrio que rodea al estadio, bautizado como "Land of Champions" en todos los carteles, es un auténtico museo al aire libre. Y mientras seguimos la marea naranja de los aficionados holandeses, caminamos rodeados de posters y fotografías que recuerdan lo que se ha vivido aquí desde hace 100 años: los Juegos Olímpicos de 1924, los primeros clubes deportivos femeninos, la copa del mundo de fútbol de 1938, el partido de Pelé en 1963, las escenas de la célebre película "Evasión o Victoria" que se rodó aquí, la íntima relación del estadio con el hockey y el rugby a lo largo de tantas décadas...
Mucho más allá de estos Juegos, la vetusta grada original luce sus mejores galas. Y en ella recordamos a Harold Abrahams, Eric Liddell, Sam Mussabini y todas esas escenas de la película Carros de Fuego que tantas veces hemos visto, mientras que cerramos el círculo que iniciamos hace unas semanas corriendo en el enlosado del patio del Trinity College de Cambridge antes de que sonara la campana de mediodía.
En medio del caos, tan solo El Bakkali es capaz de escapar del desastre y, fuera de toda lógica, el corredor estadounidense Kenneth Rooks finaliza una gesta histórica con la medalla de plata.
Tras abandonar Colombes, visitamos las ferias instaladas durante los Juegos en La Villete. Recorremos el Canal Saint Martin. Paseamos entre galerías de arte en Marais. Y acabamos de nuevo bailando en la plaza del Hotel de Ville.
En las pantallas gigantes que llenan la plaza, en la última vuelta de la final masculina de tres mil obstáculos, cuando nadie se lo espera y todos buscamos con la mirada a los favoritos, el estadounidense Kenneth Rooks desata la locura con un ataque totalmente imprevisible, brutal. Tanto que la carrera se convierte en una ruleta rusa en la que los corredores se lanzan a toda velocidad contra cada obstáculo en un suicidio anunciado.
En medio del caos, tan solo El Bakkali es capaz de escapar del desastre y, fuera de toda lógica, el corredor estadounidense finaliza una gesta histórica con la medalla de plata.
Sin duda, es un día tan vilamatasiano, el propio Kenneth Rooks nos da el mejor ejemplo de lo que significa el surrealismo que Andrè Breton, inspirado por la poesía de Apollinaire, definió en su primer manifiesto publicado en el mismo 1924 de los Juegos Olímpicos de París que celebran ahora su centenario: "el surrealismo es un dictado del pensamiento sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral".