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No diría que me robaron la inocencia, pero hubo momentos en el que fue esa infancia moldeada y eso explica mucho de lo posterior. Corría la primavera de 1980. Sobre la hora de comer, ponían una cabecera con los dibujos El osito Misha en la que salían pantallas llenas de flores y globos aerostáticos. Animales bailando, montando en tren y pedaleando en monociclos. Al mismo tiempo, mi padre pescaba apellidos y hechos en la prensa deportiva, y comentaba en voz alta aquellos pronósticos que se escribían sobre los inmediatos Juegos de Moscú.
Por cada capítulo en el que se desarrollaban las aventuras de aquellos peluches dibujados por japoneses, en mi casa se mencionaba a atletas como Corgos, Llopart, Moracho, pero también protagonistas absolutos como los vladimires, ya fuera Tkachenko o Sálnikov, el Expreso de Leningrado. Encuéntrame tú un alias más sonoro y rimbombante y brutal. ¿Qué te queda por conseguir después de que te llamen el puñetero Expreso de Leningrado? Pues arrasar en los 400 y 1500 metros estilo libre en los juegos moscovitas.
En aquellos días, un vendedor del Círculo de Lectores había traído a casa un atlas mundial. Uno, que oía las historias de la emigración que contaban en varias ramas de mi familia, había desarrollado un fino instinto encontrando nombres en la grafía estrujada de los mapas. Y cuando oía lo del Expreso de Leningrado yo me iba de cabeza a localizar la ciudad e imaginarme piscinas donde entrenaban nadadores veloces como diablos. Si aparecía Allan Wells en alguna reseña de resultados y alguien decía que el de Edimburgo podría pillar medalla en unas pruebas de velocidad marcadas por las ausencias de los equipos americanos, allá que acudía yo. Edimburgo se veía en pequeño al lado de nombres como Newcastle o Gateshead, que sería mencionado muchísimo después cuando Paula Radcliffe proporcionará otros momentos olímpicos posteriores.
Había destinos más apelotonados en la escala otorgada a aquellos gráficos. Países y nombres que estaban encajados entre otros muchos, como ocurría en Europa (y no fue nada con la que vendría después), hacían imposible que yo encontrase Onesti, la ciudad de la simpar Nadia Comaneci. Y me imaginaba que en algunos países debía ser muy fácil cambiar de país y así entender qué lejos quedaban aún en 1980 las fronteras de mi casa en Madrid.
El boicot de Moscú 80 me impidió aprender mucho más de esa ciencia geográfica que no sirve para nada. Aunque yo creo que sirve para disfrutar volando por lugares y, de ahí, enganchar en un futuro con viajes, cocinas del mundo o escenas literarias. El boicot que me llevó a saber que los territorios que están entre Asia y Europa aparecían a diario en los periódicos. Que la Unión Soviética había invadido Afganistán y que, allí al lado, había un montón de líneas y colores marrones a descubrir, tonos otorgados a cordilleras fantásticas, nombres de la vieja Ruta de la Seda. Una década después estaría estudiando Geografía en la universidad. Las cosas suceden por un porqué.