La Faraona

Por qué el Maratón de Nueva York es la carrera más emblemática del mundo.

La Faraona: por qué el Maratón de Nueva York es el más emblemático del mundo.
La Faraona: por qué el Maratón de Nueva York es el más emblemático del mundo.

Lola Flores. No se me ocurre mejor modo de comenzar a hablaros sobre la carrera más emblemática del mundo. En 1979, casi una década después de que la ciudad inaugurase sus 42,195 km (a golpe de vueltas a Central Park), actuaba en el Madison Square Garden. The New York Times se hacía eco del espectáculo con un titular de los que hacen época: “No canta ni baila, pero no se la pierdan". Una armoniosa voz y unos movimientos en concordancia no son imprescindibles para triunfar en el escenario. La Faraona no los necesitaba. El Maratón de Nueva York tampoco.

Los hay mucho más planos, propicios para dejar temblando el cronómetro. Menos complicados logísticamente hablando, pues este resulta un engorro que obliga a levantarse a horas incompatibles con el respeto a las buenas costumbres, coger un autobús que emplea un rato largo en alcanzar el punto de destino y aguardar a la intemperie una eternidad hasta que suena el himno estadounidense y Sinatra se arranca con New York, New York. Una vez cruzas la meta, aguarda una excursión hasta que te reencuentras con la ducha. Dura un partido de fútbol, en el mejor de los casos sin prórroga.

Hablar del precio no mejora el panorama. Una sensación de orfandad se adhiere a la cartera cuando ves que, además de sufrir, la cosa sale al cambio por unos 530 euros. Más el viaje. Y el hotel. Y la manutención… Si un evento que obliga a semejantes esfuerzos -incluida la minucia de recorrer a pie la distancia entre Madrid y Villalba- se celebrase en cualquier otra parte del planeta, muy probablemente llevaría ya muchos otoños condenado al más merecido de los ostracismos. A pesar de ello, si alguien me preguntase cien mil veces qué maratón elegiría en caso de poder correr solo uno en mi vida, no malgastaría ni un segundo en meditar las respuestas. Las cien mil serían idénticas.

Diría aquello de “peregrinación obligada", pero no hace falta recurrir a la coacción; lo ves y te enamoras.

Nueva York es el sueño húmedo de cualquiera que haya experimentado la felicidad en zapatillas. Diría aquello de “peregrinación obligada", pero no hace falta recurrir a la coacción; lo ves y te enamoras. No sé por qué sucede. Simplemente sucede. Divisar Manhattan desde el Puente de Verrazano el primer domingo de noviembre es una de esas sensaciones que no debes tratar de plasmar con palabras. El reiterado fracaso del empeño conduce a la frustración.

¿Lo estás viviendo? Entrégate al hedonismo, que nada enturbie tu cúspide como fondista vocacional. ¿Lo has vivido? Cierra los ojos y sonríe. ¿Lo vas a vivir? Eres una persona afortunada, y a todos los que alguna vez estuvimos allí nos consumirá la envidia… El primer beso, el primer hijo, ya sabes. ¿Lo quieres vivir? Resueltas las necesidades (realmente) básicas no se me ocurre mejor aventura a la que consagrar la jornada laboral. Si vas bien de plata reserva tu plaza hoy. En caso contrario dile al tendero de la esquina que quieres aquel cerdito de arcilla con una ranura en el lomo y hazle engordar hasta que las monedas supongan riesgo de explosión.

Las mejores fotos del Maratón de Nueva York 2024. 27
Las mejores fotos del Maratón de Nueva York 2024.

No hay mejor paseo turístico que el propuesto por el New York Road Runners, club encargado de servir el banquete. Un trazado exigente, salpimentado con tachuelas de cierta envergadura y anchas avenidas por las que regresar a los vaivenes de la infancia, tardes de domingo en las que los polis cazaban a los pillos tras perseguirles entre edificios de ladrillo chocolateado con escaleras metálicas adheridas a la fachada. A la carrera le sobra magia para convertirte en protagonista. Tú eliges donde apagas el fuego y rescatas a la chica. Staten Island, Brooklyn, Queens, El Bronx o Manhattan.

Fui un corredor popular precoz. El año de COU, la tensión por la inminente selectividad no impedía que, nada más salir de clase, antes de comer, acudiese al parque para reunirme con tipos que me doblaban la edad y compartiera con ellos un ratito de barro, lluvia, niebla, sol… lo que tocase. Mis amigos, lógico, pensaban que era imbécil. Pero por aquello del cariño lo ocultaban, incluso me alentaban. Un día que enfilaba las calles de Carabanchel en dirección a casa les comenté que no me apetecía correr. Estaba cansado, mejor una de pipas (porque mamá, yo no bebía) y al banco de la plaza. Entonces uno de ellos, muy serio, soltó: “No, tú te vas al parque porque es lo que te mola. No seas vago, eso ya lo eres en el instituto. Entrena y luego nos vemos. Porque luego, el día que estés en el Maratón de Nueva York y un keniata te gane al sprint te acordarás de hoy y te preguntarás qué habría pasado si hoy hubieses ido a entrenar". No dijo otra ciudad, dijo Nueva York, él, que sabía de atletismo lo que yo de nanotecnología.

Mis nulas capacidades para el rey de los deportes impidieron ese enfrentamiento con un liviano hijo del cuerno de África, pero lunas después, a los veintitantos, corrí por primera vez 42 kilómetros (y levité 195 metros). Lo hice, gracias providencia, en la Gran Manzana. Desde entonces he regresado muchas más veces de las que merezco. En todas ellas acudió a mi memoria el recuerdo de aquel amigo. Y de Lola Flores.

El recorrido del Maratón de Nueva York en poco más de 4 minutos.

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