Cuentan que el ilustre escritor Ernest Hemingway se enamoró de Valencia, una ciudad que aparece en siete de sus libros, y que entre los lugares que le fascinaron se encuentra el restaurante La Pepica, donde degustó algunas delicias de la cocina mediterránea y se inspiró para varias de sus obras maestras.
Francisco Balaguer, fundador del restaurante en 1898 junto a su mujer Josefa Marqués, relataba que la paella Pepica -con el marisco pelado- la prepararon por primera vez al pintor Joaquín Sorolla. El maestro se sentó en la mesa junto a varios artistas y “como no podía trinchar las gambas y cigalas, las retiraron y se las pelaron en la cocina. Luego se le sirvió directamente la paella con el marisco pelado y desde entonces incluimos este plato en nuestra carta”.
Década tras década, La Pepica se fue convirtiendo en un lugar de obligada visita para cualquiera que desease tomar un buen arroz junto al mar y hoy en día los nietos de los fundadores continúan con la preciosa labor de sus antepasados.
127 años después de su fundación, La Pepica recibió a otro insigne artista, en este caso del asfalto, para celebrar la culminación de su desafío de las SuperHalfs. Martín Fiz, con 62 otoños en la mochila, reunió a varios familiares y amigos y, con la inmejorable compañía de un par de arroces, por fin se relajó después de tres años de tensión y lesiones. Lisboa, Copenhague, Cardiff, Praga, Berlín y Valencia fueron seis citas tan ilusionantes como duras para el vitoriano, ya que los dolores amenazaban con impedirle cumplir su enésimo sueño deportivo.
El fin de semana se había hecho largo. Aunque Martín Fiz fue campeón del mundo en 1995, hace treinta años -justo cuando Héroes del Silencio grababa su último álbum de estudio, titulado Avalancha- su figura no para de crecer. En su efímero paso por Expo 21K Feria Valencia desató pasiones y después de la carrera no había manera de avanzar cinco pasos sin que le detuvieran para felicitarle o solicitarle una foto. Con enorme paciencia, cariño y empatía, el vitoriano agradó a todos y les regaló el tiempo que buenamente pudo.
En La Pepica no cesaron las muestras de admiración, las peticiones de fotos y los abrazos, pero hubo un caso especial que me emocionó bastante. Un joven venezolano se acercó y le dijo: “Disculpe, Martín, deseo contarle una historia. En el año 1996 estábamos en Venezuela viendo el maratón olímpico de los Juegos de Atlanta. Mi padre le admiraba mucho y seguía emocionado la prueba, con gran atención. Cuando usted quedó cuarto, mi padre se echó a llorar y le invadió la tristeza. Me ha contado la historia muchas veces y le ha marcado tanto que, desde entonces, cuando sigue por la televisión diferentes deportes, cada vez que alguien queda cuarto me dice ‘Mira hijo, como Martín Fiz’. Así que ahora soy yo el que me emociono por el hecho de conocerle en persona”.
A veces intento ponerme en la piel de Martín y trato de averiguar lo que siente después de tantos años de alabanzas y muestras de cariño, pero es imposible. Supongo que una extraña mezcla de emociones le acompaña desde hace muchos años y ya vivirá así eternamente. Lo que tengo claro es lo que yo siento por mi amigo, al que quiero con locura y del que intento aprender todo lo que puedo, sobre todo de aquellos detalles que nunca ven la luz. Son pequeñas acciones en la intimidad que hacen grandes a las personas y que van mucho más allá de sus éxitos deportivos. Gestos de verdadero amor y respeto que jamás se publicarán.
Alguna vez me he sentido culpable por proponer a Martín retos complicados. Sé que le dan vida, pero también le estresan demasiado. Solo cuando veo su cara tras lograr la victoria me tranquilizo. Al fin y al cabo, él siempre dice que ha nacido para correr y es lo que da sentido a su existencia. Así que, en estos momentos, tras las SuperHalfs, me debato entre desearle una vida tranquila disfrutando de su querida nieta o cantarle la canción de los Héroes del Silencio: “No sé distinguir lo complicado de lo simple. Y ahora estás en mi lista de promesas a olvidar. Todo arde si le aplicas la chispa adecuada”.






