—Horst, por favor, recuerda lo de la entrevista.
La percepción que tenemos los aficionados del Maratón de Berlín es la de una cantidad ingente de músculo alemán puesta al servicio de toneladas. Toneladas de recursos, toneladas de euros, toneladas de décimas de segundo que diferencian entre ritmos de récord y amargos titulares sobre la derrota y la frustración. Todo esto es cierto y cada septiembre la organización cumple con su cometido con una precisión germánica. Una precisión grande y pesada, si nos permitimos el chiste. Para comprender esta veneración por el milímetro y por los planes bien hechos hay que conocer un poco más a Horst Milde. Se lo presento. Es un señor mayor, alto, con una gorra y un chubasquero azules, y que lleva más de tres minutos enfocando minuciosamente a los tejados de la plaza. Sabine, su mujer, nos ha dejado un momento para ir al baño. Ninguno de los dos muestra incomodidad porque la maraña de turistas los pueda extraviar. Horst Milde es uno de esos tipos sobre los que gravita una sensación de control. Resulta que Milde es el gran y puñetero jefe de ese invento que hoy conocemos como el World Major de septiembre. El hombre que inventó el maratón en Berlín y que hoy está absolutamente ajeno a hordas de turistas. Un anonimato aparente le permite quedarse midiendo las cosas, mirándolas y, sabe Dios de qué manera, encajándolas en su cabeza.
En 2019, cuarenta y cuatro mil corredores, trece mil de ellos mujeres, once récords del mundo batidos en sus avenidas, Kenenisa Bekele llegando dos segundos más tarde que Eliud Kipchoge a la cita con la historia a este lado de la Puerta de Brandemburgo, un museo del maratón propio y hasta la ciudad cortada durante dos días para que miles de patinadores participen el sábado en el maratón sobre ruedas. Todo eso viene del empeño de un corredor de 800 metros que en 1964 decide juntar a la incipiente cultura atlética de la Alemania Federal.
Y los pone a correr un cross. El primer cross popular de Alemania pero algo mucho más importante que una mera competición deportiva. Europa está como está, dividida entre gobiernos pro-capitalistas y pro-socialistas. Alemania está dividida dentro de esa misma fragmentación, con medio país bajo la órbita de Moscú y otro medio bajo las potencias aliadas. Y Berlín sobrevive partida en dos dentro de ese revoltijo. Alemania es lo empanado de la croqueta y su antigua capital es un trozo de carne rodeado de bechamel.

Milde acaba de ganar el 800 del campeonato alemán de 1964 y organiza este sarao primigenio y rebelde. Pone a disposición de los que quieran la friolera de 700 dorsales que pueblan el Teufelsberg (la colina del demonio), una escombrera sobre la que se situaban las instalaciones de radar de los aliados durante la guerra fría. En esos días las calles y los bosques y los aeropuertos de Berlín están intervenidos por ejércitos ocupantes y enemigos entre sí. Así que digamos que, en cierto modo, sacar casi mil personas a correr por ahí se trata de otro tipo de pacto con el diablo. El éxito rotundo de la primera edición da más impulso a nuestro personaje. Con el paso de los años Milde entiende que Berlín debe tener su maratón. En 1974 y tras dar no pocas vueltas al asunto, le tenemos metiendo a 286 corredores en unas calles secundarias muy particulares que rodean la colina y el bosque de Grünewald. El ejemplo lo iba marcando Nueva York, que llevaba ya tres ediciones de su maratón, aunque todavía se corría confinada en la zona de Central Park. Berlín se pondría muy pronto a la zaga y a paso firme.
—Horst, que si puedes mirar lo de la entrevista. Sin prisa.
Para acometer estas tareas pioneras hace falta un carácter férreo. Milde es un tipo con evidentes dotes de mando pero, sobre todo, una capacidad imaginativa fuera de lo común. También tiene serios problemas con la autoridad. De su capacidad imaginativa se benefician hoy día los 28.000 corredores que llenan el medio maratón de Berlín o los 27.000 de la 5x5 Team Staffel, una carrera de relevos que también surgió de su chistera. De los problemas con la autoridad hablaremos en seguida. Si Nueva York se enfrenta a la megalópolis, en 1981 Horst Milde, con la misma pachorra con la que ahora echa mano de una nueva lente y busca un enfoque bajo unos soportales, anota a qué puertas hay que llamar y con quién hay que hablar: los ejércitos. La parte occidental de la ciudad había dejado organizar al modesto club del SCC Berlín un maratón entre amigos, de carácter anual y sin aparentes contratiempos. Nuestro hombre había llevado el Campeonato Alemán de Maratón a un sencillo recorrido. Pero él se empeña en que la carrera ha de ir por toda la ciudad. Bien. Aunque se le plantea un pequeño problema y es un muro de 115 kilómetros que encerraba el Berlín Occidental del satélite soviético llamado República Democrática Alemana. Un muro de un centenar de kilómetros que estaba adornado con simpáticas torretas con ametralladoras dispuestas a que te unieras a la lista de asesinados por intentar franquearlo, pero también dotado con patrullas de tanques y soldados tras las alambradas.
Dentro de la dura cabeza de Milde la idea ya se ha instalado como si fuera un virus residente. La posibilidad de correr por toda la condenada ciudad del Spree ha abierto un hueco de luz en su mollera. De tal manera que en 1981 se planta a la puerta del despacho del General de División francés que controla un sector de la ciudad para que le dejen desarrollar su carrera. El argumento es: ciertamente, tenemos una ciudad sitiada pero Berlín merece un maratón por toda la ciudad. Al menos, y de momento, por la parte disponible. Lo consigue y traslada la salida a la Gedenkkirche, la iglesia del recuerdo, esa pirámide truncada por los bombardeos. Es más. Pocos saben cómo consigue el apoyo de un alto funcionario del gobierno de EE.UU, John C. Kornblum, especializado en templar las relaciones de la denominada Guerra Fría, y hace posible que los policías les dejasen rondar el mítico Checkpoint Charlie, uno de los puntos fronterizos de especial y delicada situación.
Milde tenía su propia hoja de ruta. En septiembre de 1990, dos días antes de la unificación de las dos Alemanias, el maratón conseguía permiso para hacer pasar la carrera y sus 25.000 participantes por aquella ciudad que estuvo tanto tiempo descuartizada.
A finales de los años ochenta el Maratón de Berlín ya forma parte del exclusivo grupo de los cuatro grandes y es uno de los símbolos de la moderna Alemania. En 1989 han participado 13.000 personas venidas de todo el mundo. La velocidad de los tiempos que se consiguen por las avenidas de la ciudad tienen un equivalente en los ritmos de la política europea. Milde sigue tocando palos a todos los niveles e insiste en que le dejen transitar por uno y otro lado del muro. Negocia y consigue que le dejen hacer la Carrera de Año Nuevo de 1990 pasando, por primera vez en la historia del deporte popular, de la zona Oeste a la zona Este. Adivinen el resultado y el estado de efervescencia en el que se plantea todo aquello. Apenas dos meses antes, la noche de un 9 de noviembre de 1989, el mundo presenciaba conmovido el momento en que aquel muro era derribado en una fiesta multitudinaria. Miles de preguntas se agolpaban. ¿Qué sucedería ahora?

El bueno de Horst tenía sus propias respuestas. Alguien debió ceder en medio de esas navidades para que Milde lograse hacer pasar aquel símbolo de la nueva Alemania por ambas zonas. La política seguiría un camino trepidante con la caída del muro pero el gran jefe Milde tenía su propia hoja de ruta. En septiembre de 1990, dos días antes de la unificación de las dos Alemanias, el maratón conseguía permiso para hacer pasar la carrera y sus 25.000 participantes por aquella ciudad que estuvo tanto tiempo descuartizada. Parece como si muchas de las cosas que iban a suceder tarde o temprano pasasen primero por su filtro. Del mismo modo fue incorporando para las maratones en Europa la línea azul para marcar el recorrido o innovaciones que hoy damos por hechas en un gran maratón, como el chip de cronometraje. Un carácter que hoy sigue fotografiando detalladamente todo a sus 80 años.
—Horst, cuando tengas tiempo, de verdad.
—Es que vengo ahora de viaje. Salgo para Dresde y estoy allí hasta el miércoles.
Con esos 80 años que son casi tres veces la edad de los primeros espadas que buscan las mejores marcas mundiales. Un cesto de años cumplidos viendo pasar uno tras uno a los bandoleros del correr, que viven de desplumar los límites de las 2:05 (Paul Tergat, 2003), 2:04 (Haile Gebrselassie, 2008), 2:03 (Dennis Kimetto, 2014) o 2:02 (Eliud Kipchoge, 2018) como topes absolutos. Años en los que Milde fundó y presidió la Asociación Internacional de Maratones (AIMS), puso a funcionar en su ciudad el museo del maratón, o pensó en aquellos que cumplen condena confinados y para los que organizó la carrera de los 10 km de la prisión de Plötzensee. Sus hijos y nietos tienen apellidos conocidos como Pippig, Bekele, Moneghetti, Loroupe o Da Costa y de todos guarda unas buenas instantáneas. Jamás se ha visto tanta maña con las cámaras saliendo de las manos de un trabajador de la pastelería. Porque los Milde, Sabine, Horst y los chicos (entre los que está el nuevo director del maratón berlinés) son una familia que ha girado siempre entorno a masas, harinas y sabores.
Por imaginar, incluso podemos ver esa sonrisa de viejo zorro el día de enero de 2017 en que Angela Merkel determinó que las elecciones al parlamento alemán se celebrarían un 24 de septiembre. Cuatro años antes la carrera había cedido y se pospuso una semana pero esta vez el orden sería primero el maratón y luego las elecciones. El equipo encabezado por el fotógrafo de las cosas preguntó y aprendió de otro gigante como es el Maratón de Londres. Habían tenido el mismo problema y lo solventaron con unos pasos peatonales a los que llaman ahora “la solución de Londres”. Hoy día Berlín es la referencia exportadora y tira del resto del maratón continental. Berlín es cada una de esas llanas avenidas cuyos árboles todavía no han perdido la hoja. Los miles de patinadores. Las rectas sobre las que navega una línea azul.
—Luis, mientras, te mando una foto tuya tomando café.
Siempre ideando y fotografiando todo. Y todo es todo.