Miguel del Pozo es un tipo de convicciones inquebrantables. A sus 39 años no ha conocido más clubes que los del territorio de la infancia. Uno por pasión. Atleti, Estudiantes, Suanzes. Del último luce la remera negra y roja propia de los fondistas del madrileño barrio de San Blas. La porta con dignidad (8:53.98 en 3.000 m, 14:59.16 en 5.000 m, 31:04 en 10 km, 1:09:36 en media) su cuerpo fino como un arañazo, aunque a él lo que le hubiese gustado es ganarse la vida atacando canastas: “Soy un jugador de básquet frustrado, jugaba mucho, pero era malo”. Abonado a los de azul desde hace 24 años, hoy exhibe lealtad (“es mi segunda actividad de ocio tras el atletismo”) a pie de cancha; en cada partido como local da vida a la mascota del equipo, el Delfín Ramiro.
Lo de correr no fue amor a primera vista. Probó de crío (a las órdenes de Jesús del Pueyo e Isidro Rodríguez, dos titanes de las etapas formativas), pero según caían las hojas del calendario comenzó a hacer la goma, a mostrarse intermitente. “Se puede decir que, con constancia, llevo desde 2011”, sentencia este licenciado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte que acudió de nuevo a la llamada de las zancadas al verse amenazado por el sedentarismo: “Curraba en una oficina, lo que no requería mucho movimiento y, como siempre había tenido trabajos físicos, noté que me faltaba algo”.

Hoy labora como mozo de almacén y, pese a que el oficio implica viveza articular, ni fatiga su organismo ni adolece de tiempo. De siete a tres. Luego siesta y a por las zapatillas: “No tengo excusas para no entrenar con seriedad”. Lo hace de manera reglada, tras una época anárquica en la que sobrevaloró los conocimientos adquiridos en la universidad: “Iba a cuchillo, me pensaba que sabía y no bajaba de cuatro el mil en ningún rodaje. Recuperaba fatal y llegaron lesiones, anemias...”.
Necesitaba un entrenador para frenar la debacle y optó por uno de los mejores fondistas españoles de las últimas décadas, Pablo Villalobos. Poco después se puso a las órdenes de Luis del Águila, otro que tal corre (hasta hace poco rompía la pana en categoría máster). Lleva con él desde 2016 y se le afloja la sonrisa al relatar su método: “Soy un corredor que sufre mucho muscularmente pero de aeróbico voy bien. Con Luis hago mucho trabajo analítico de fuerza en las zonas débiles dos días a la semana, uno en casa y otro en su centro, donde me atiende de manera exclusiva. En cuanto a volumen, me salen 80-100 kilómetros semanales, con rodajes suaves de 12-16 km (máximo 20) en torno a 4:30-4:40. Un día metemos una sesión de ritmo controlado, generalmente ocho kilómetros a unos 20 segundos más lento que mi marca personal en 10K, es decir, sobre 3:25. Hago pocas series, antes solía hacer más, pero desde que las reduje no me he lesionado. Me va mejor acumular de forma suave. Además, a cierta edad...”.

Se define como “un corredor de 10 km”, mas ha llegado a conversar con Filípides en un par de ocasiones. Firmó 2:44:43 en Valencia 2013 y 2:58 (a 2.000 metros de altitud, ojo) en una prueba organizada por Runners for Ethiopia, proyecto de la ONG Across Africa. Allí conoció a Álex Aparicio, alma mater de una de sus carreras favoritas, el 10K Valencia Ibercaja, donde espera regresar este otoño para atacar su tope hasta la fecha, “30:36 en el 10K Alcobendas, que no considero marca personal por el excesivo desnivel favorable del circuito”. Otras de sus debilidades son el 10K Laredo y la Nationale Nederlanden San Silvestre Vallecana (“posee un ambiente súper especial”).
Pese a los tiros pegados, casi una década acomodado en la parte noble de todas las clasificaciones, el confinamiento le reveló una verdad insospechada. Como otros devotos de los latidos acompasados de corazón se buscó la vida para dar rienda suelta a las piernas, ejercitándose en lugares más propios de animales enjaulados que de seres acostumbrados a satisfacer sus anhelos al aire libre. Y, cuando concluyó el necesario encierro, “descubrí que lo que me gustaba realmente era entrenar. Siempre pensé que lo hacía solo para competir, pero al trotar los primeros días notaba que estaba satisfecho con el simple hecho de salir a correr. ¿Deseo ponerme un dorsal con más asiduidad? Claro. ¿Lo necesito para motivarme cada día? No”. Lo que sí añora es el componente social aparejado a los domingos con olor a sudor y linimento, pues “mis relaciones personales se basan prácticamente en correr o ver correr a los amigos. También es una excusa para viajar ”. A la espera de que la vieja normalidad se deje caer por estos lares, seguirá disfrutando de la simple felicidad que supone entrelazar pasos rápidos, aunque confiesa que, cuando atruenen de nuevo los fogonazos de salida, espera “mejorar todas mis marcas”. Es atleta, ¿qué quieren?
