Historias

Emil Zátopek: más allá del sufrimiento

El inolvidable fondista checoslovaco experimentó con nuevos métodos de entrenamiento y encontró en el dolor un aliado con el que cimentó un binomio cuerpo/mente imbatible.

Sergio Hernández-Ranera

10 minutos

Emil Zátopek ayudado a mantenerse en pie por los miembros del equipo yugoslavo tras su victoria en los 10.000 metros de los Juegos de Londres 1948.

El inolvidable fondista checoslovaco experimentó con nuevos métodos de entrenamiento, encontró en el dolor un aliado con el que cimentó un binomio cuerpo/mente imbatible, hizo de la agonía su impronta estética y esta obró una comunión total con el público de posguerra, que lo idolatró. El resultado, una gesta olímpica imposible de superar y una atmósfera de camaradería que la actual mercadotecnia del atletismo no puede ni soñar.

Apodado “La locomotora humana”, Emil Zátopek, nacido en 1922 en la región de Moravia, deportivamente siempre será recordado por ser el gran dominador de las pruebas de fondo en Europa y el mundo en los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, por ganar la medalla de oro en todas las carreras de resistencia que se disputaron en los Juegos Olímpicos de 1952 en Helsinki: 5000 m, 10.000 m y maratón. La hazaña es irrepetible. La internacionalización de las pruebas, la propia especialización de los atletas con su régimen de entrenamientos adaptados y la compresión del calendario de competición son ahora factores que imposibilitan del todo que alguien ose al menos intentarlo. En otras palabras, nadie volverá a lograr algo semejante, como tampoco es previsible que nadie emule de nuevo los éxitos de Alberto Juantorena en los JJ. OO. de Montreal 1976 o los de Carl Lewis en Los Ángeles 1984. O los de Jarmila Kratóchvilová en los Mundiales de Helsinki 1983.

Emil Zátopek liderando la final de los 10.000 metros de los Juegos de Helsinki.

Pero con Zátopek se añade una categoría más, también muy difícil de igualar. Porque en su caso, además del qué, cabe calibrar el cómo. Porque fue la forma de correr del genio de Kopřivnice lo que prendía una mecha emocional entre la pista y la grada, que derivaba en estadios enteros coreando su nombre y en atletas de diversas nacionalidades llevándole a hombros. Zátopek personificó como nadie el olimpismo. De correr antiestético, con un estilo antitético a la desenvoltura renacentista y de economía eficiente con la que atletas de físico privilegiado se emplean, caso de Kipketer o los propios Juantorena y Lewis, no obstante, Zátopek se ganó, tal vez antes que nadie, un trono en el Olimpo.

Como nosotros

¿Fueron Fanny Blankers-Koen y Emil Zátopek los héroes que necesitaban los espectadores de los JJ. OO. de Londres en 1948? No pudieron haber tenido unos mejores. Fatigados por los traumas vividos, con privaciones por mor de la ruina y todavía en reconstrucción tras los estragos de la guerra, la ciudad y el público concitado en 1948 en el estadio de Wembley hallaron sobre la pista de ceniza a dos supervivientes con los que identificarse. La holandesa se sobrepuso al paréntesis de más de una década que había devorado sus mejores años, el checo encarnó el anhelo de superar las limitaciones.

La fisonomía de Zátopek distaba de ser apolínea. Desgarbado, frente abultada y cabellos ralos, luce arrugas pese a estar aún lejos de la treintena. Es un viejoven, en injusta neolengua que trivializa el ejemplo. En realidad, es un rostro de posguerra. Y como tal, es uno de los nuestros, pudo pensar cualquiera que le viera allí. Y si uno de los nuestros gana (y hay que ver cómo gana), entonces gana por mí. La facilidad con la que Zátopek conquistó la presea de oro en los 10.000 metros frente al francoargelino Alain Mimoun fue inversamente proporcional al dolor que emanaba de su gestualidad.

Pura agonía, el checo parecía morir a cada metro. El gesto torcido, la boca abierta con la lengua fuera, un braceo asimétrico y una cabeza en permanente ladeo son sólo claves de la imperfección casi maquinal que caracterizaba su estilo, al borde de la contorsión espasmódica. “Todo lo hace mal, excepto ganar”, acertó a decir una vez de él Larry Snyder, prestigioso entrenador de la Ohio State University. “Esto no es gimnasia ni patinaje artístico, ¿no?”, se justificaba Zátopek. Y además, jadea y resopla. Por eso es una locomotora humana y por eso todos saludan al tren de sus éxitos. El primero, los 10.000 metros de Londres 1948. Apenas cruza la meta, enseguida es destinatario de abrazos y besos de cuantos resultan estar a su alrededor, unos atletas yugoslavos los primeros, que lo acompañan por el césped. Para cuando días después se tiene que conformar con la plata frente al belga Gaston Reiff en los 5000 metros pese a recortarle 50 metros, Zátopek ya es el favorito de la afición. Y cuatro años después, en Helsinki, la afición ya es acólita congregación.

Es muy complicado encontrar una foto de Emil Zátopek sin un rictus de sufrimiento en su cara.

Emergiendo del suplicio

La capital de Finlandia fue la gran parada de la locomotora humana. Toda una celebridad y con el público en la mano apenas hace acto de aparición, Zátopek revalidó con insultante facilidad su cetro en los 10.000 metros superando otra vez a Mimoun. Días después, la final de los 5000 m reviste de antemano más incógnitas. Los rivales son rápidos y de todos es sabido que Zátopek no tiene un sprint final tan poderoso como ellos. A falta de una vuelta, al inicio de la contrarrecta, el alemán federal Schade desata un furioso ataque y se pone en cabeza. El británico Chataway se va tras él y le adelanta, momento en que el gesto agónico de Zátopek se transforma en una mueca de sufrimiento atroz, una convulsión de pura desesperación. Su cabeza va a desenroscarse de tanto ladearse. ¡No, no, no!, dice su lengua inerte. Mimoun también le supera.

¿Qué pasa por su mente? El griterío del estadio, ensordecedor, le aísla por un instante y sintetiza su gran momento decisivo, la única estrategia para la que está preparado, la que rompe los planes de los demás: su atroz entrenamiento interválico, con hasta 80 repeticiones de 400 metros por sesión; las incómodas botas militares con las que sale a correr por la nieve en medio de un frío que corta el aliento; el sistema de aguantar la respiración hasta casi desmayarse; la concepción del dolor como algo misericordioso; el ejercicio de entrenar la mente tan duramente como el cuerpo. Porque Emil Zátopek es pionero en entrenar la voluntad. Es un renacer a través del sufrimiento. Cambiando la pluma por la ceniza, es Dostoievski corriendo. Si el genio atormentado ruso se sobrepone a su fusilamiento, a su condena de trabajos forzados, a su ludopatía y a su epilepsia, su réplica deportiva checoslovaca se sobrepone a su mala economía de movimientos y a su falta de punta de velocidad. También utiliza el apuro para renacer. "Cuando no puedas seguir, ve más rápido", dijo.

Y Zátopek, corriendo fatal y braceando peor, tan mal como vierte su pesimismo Dostoievski en sus párrafos atropellados, forjados ambos en un suplicio de inevitable redención, ofrece al estadio olímpico de Helsinki lo impensable: lleva toda la lógica de carrera al altar del sacrificio. La expresión de su rostro es aún más horrenda, pero sus piernas se han revolucionado. Las gradas gozan con el sismo que las amenaza, el homenaje a su supervivencia. A falta de apenas 200 metros, una locomotora sin frenos con maquinista de ojos cerrados y lengua desencajada conecta en un suspiro con el trío de líderes. Sólo Mimoun acierta a seguir su estela, un cambio de ritmo entrenado una y mil veces, una resurrección premeditada.

Ya corre solo. Lo hace con la camiseta levantada, la luce cual top, como las corredoras del siglo XXI. Intercambia palabras, corresponde al público adyacente que le anima con vítores en crescendo. Su entrada al estadio es saludada por una ovación multitudinaria que provoca en sus piernas un último acelerón hasta la meta. 2:23:03.2, tercer oro.

Es un instante eterno que una fotografía captura. Sólo quedan unos 120 metros para la meta, pero Zátopek ya está en cabeza. Mimoun está hundido en ácido láctico de cintura para abajo, las gafas de Schade apenas disimulan el espeluznante castigo que está sufriendo su organismo. Y Chataway, fulminado por el peso de la impotencia, trastabilla y cae. No cabe mayor dinamismo, drama y sufrimiento en la imagen de una de las mejores finales de toda la historia. Zátopek cruza la línea en 14.06.6, Mimoun en 14.07.4 y Schade en 14.08.6. Minutos después, una mujer con el mismo apellido lanza la jabalina a 50,47 metros de distancia y gana la medalla de oro en la especialidad. Es Dana Zátopková, la esposa de la locomotora (Ingrová de soltera), a quien había conocido cuatro años atrás durante la cita olímpica en Londres. Es la primera y, hasta el momento, última vez que un matrimonio conquista el máximo metal en unos mismos Juegos Olímpicos y en una misma tarde. Más no se puede pedir. O sí.

Zátopek con la camiseta levantada, su icónica foto por las calles de Helsinki camino de la victoria en el maratón, de redondear el triplete 5000, 10.000 y 42,195 km, la mayor gloria olímpica capaz conquistada por un fondista.

¿El ritmo es bueno?

Zátopek ya tiene dos medallas de oro, su compañera Dana otra, y goza del favor de todos los espectadores. El trato afable hasta en seis lenguas diferentes era otro de sus sellos personales. Y hablaba con todo el mundo: compañeros, aficionados, periodistas… En Helsinki, donde incluso dio un par de entrevistas en finés, ya tiene toda la épica. Tan sólo le queda redefinir la idea de lo que es humanamente posible. Y lo hace también en esos mismos Juegos, en el primer maratón que corre en su vida.

El argentino Delfo Cabrera se apresta a defender el título conseguido cuatro años atrás en Londres. El británico Jim Peters, que seis semanas atrás, en junio, había establecido la plusmarca mundial con 2:20:42.2, lidera la carrera a buen paso, intentando sacudirse la presencia de Zátopek, que en realidad no sabe qué ritmo le conviene. Así que, hacia mitad de la prueba, le pregunta en inglés: “¿El ritmo es bueno?” Y Peters, que va un poco justo y anhela que Zátopek vaya igual, le da una respuesta envenenada de estrategia: “Es muy lento”. Y continúan corriendo a la par. Al cabo de unos instantes, el checo vuelve a preguntar: “¿Estás seguro de que el ritmo es muy lento?”. “Sí”, reitera el orgullo exhausto del inglés, puro rien ne va plus sin más cartas que jugar.

Las pisadas contra el asfalto de sus zapatillas rojizas son más ruidosas, se aceleran. Pasan unos kilómetros. A la contorsión torcida y boqueante que es su cabeza, hundiéndose entre los hombros, ya sólo la acompaña el sueco Gustav Jansson. Peters ha quedado atrás tumbado sobre el arcén, reventado. Jansson toma una rodaja de limón en un puesto de avituallamiento. Zátopek, que nunca antes ha repuesto fuerzas en carrera, decide secundar al nórdico en el siguiente puesto. Pero antes de llegar a él, Jansson se rezaga. ¿Le sentó mal el limón? La locomotora resuelve entonces prescindir de él, por si acaso, y pasa de largo.

Ya corre solo. Lo hace con la camiseta levantada, la luce cual top, como las corredoras del siglo XXI. Intercambia palabras, corresponde al público adyacente que le anima con vítores en crescendo. Su entrada al estadio es saludada por una ovación multitudinaria que provoca en sus piernas un último acelerón hasta la meta. 2:23:03.2, tercer oro. Sin que se lo diga nadie, haciéndose depositarios telepáticos del deseo que inunda las gradas, los jamaicanos Arthur Wint, Leslie Laing, Herbert McKinley y George Rhoden, que acababan de establecer un récord mundial en 4x400 m batiendo al equipo estadounidense, suben a hombros al gran Emil Zátopek y se lo llevan en volandas de vuelta de honor. El mundo tiene por compatriota a una locomotora.

Zátopek durante su ataque en la final de los 5000 metros de Helsinki 1952, por delante de Mimoun (plata) y Schade (bronce). Detrás, Chataway, en el suelo (ocuparía su lugar en la historia el 6 de mayo de 1954, como liebre de Sir Roger Bannister el día en que este se convirtió en el primer ser humano en correr la milla por debajo de los cuatro minutos).

Hoy moriremos un poco

Así se dirigió a sus rivales Emil Zátopek en la línea de salida del maratón olímpico de los siguientes Juegos, los de Melbourne en 1956. Con sus mejores años ya atrás, además se presentó en Australia fuera de forma, apenas recuperado de una lesión de hernia producto de sus sesiones infernales de entrenamiento, supuestamente por haber cargado con Dana Zatopková a cuestas. Con una temperatura atmosférica cercana a los 35 ºC, mucho más calurosa que en Helsinki, Zátopek sabía que lo único que le aguardaba en esa carrera era un sufrimiento extremo: “Hoy moriremos un poco”. Y aun así, acabó en sexta posición en el maratón que, esta vez sí, ganó su viejo rival y amigo Alain Mimoun (2:25:00).

Emil Zátopek, quien mejor entrenado y calzado con las vapor-no-sé-qué de turno probablemente rebajaría casi dos minutos todas sus marcas, hoy tendría difícil desplegar el encanto que encandiló a las masas de posguerra. Y tal vez por ese encanto, la característica donde filtraba la estética del sufrimiento y la transformaba en voluntad, quepa siempre, ahora más que nunca, reivindicar su figura.

En ese “hoy moriremos un poco” se contiene toda la esencia del personaje, toda la antiestética de su estilo, su peculiar enfoque en carrera y los 18 récords mundiales que batió. Sus métodos de entrenamiento, si bien innovadores en su momento, están ampliamente superados, al igual que sus marcas. Hoy no aguantan ninguna comparación. Pero hay algo en lo que Emil Zátopek, que falleció en 2000, sigue siendo el mejor: es el campeón de la voluntad y un campeón de clase. Un obrero empleado en una fábrica de calzados que acabó convertido en soldado, que entrenaba con botas militares y competía con las zapatillas que le fabricaban especialmente sus compañeros de la factoría que la compañía Bata tenía en la ciudad de Zlín. Es el campeón de hacer del sufrimiento su gran baza, de verle la cara en los entrenamientos para luego en competición burlarse de él. Y, sobre todo, Zátopek es el campeón en conectar con el público y los compañeros, que lo adoraban. Zátopek internacionalizó el atletismo.

Y en este punto, en la conexión emocional, el que no aguanta la comparación es el atletismo actual, incapaz de recobrar un espíritu más puro que se emancipe de la mercadotecnia que atenaza al deporte. La mercantilización extrema y el mercadeo de los derechos de difusión televisiva; el poder casi omnímodo de las marcas comerciales que se apoderan y constriñen la agenda cotidiana de los atletas; la globalización organizativa de los campeonatos que obra que no sepas si la competición es en tal o cual ciudad porque visualmente todo es igual y los espacios están acotados; la gerencia espantosa del deporte rey a nivel internacional, que impone el negocio antes que su alcance democrático y veta la participación de atletas y países enteros por pecados que a unas nacionalidades condenan y a otras absuelven; etcétera, etcétera, etcétera. Todo ha terminado por generar un ambiente enlatado donde la épica se resiente, el romanticismo acaba mutilado y la capacidad de entablar una comunicación emocional está muy limitada.

En otras palabras, Emil Zátopek, quien, por otra parte, mejor entrenado y calzado con las vapor-no-sé-qué de turno probablemente rebajaría casi dos minutos todas sus marcas, hoy tendría difícil desplegar el encanto que encandiló a las masas de posguerra. Y tal vez por ese encanto, la característica donde filtraba la estética del sufrimiento y la transformaba en voluntad, quepa siempre, ahora más que nunca, reivindicar su figura

¿Cómo no profesar una admiración desmedida a la figura de Emil Zátopek?

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