Con la intención de escribir un libro sobre Roma que terminó titulándose Un otoño romano, el escritor Javier Reverte se instaló durante tres meses en un pequeño estudio situado en lo alto de la colina de Gianicolo, en el bohemio barrio del Trastévere, que descansa en la ribera derecha del río Tíber.
A partir de una de las mejores vistas que pueden contemplarse de la ciudad, Reverte comenzó a vagabundear por las interminables calles romanas, hasta que cada día, de regreso a casa, terminaba fundiéndose con el Tempietto de Bramante, junto al que escribía en la Academia de España, uno de los mayores secretos que guarda la capital romana: “Roma es una ciudad que nunca termina, que se esconde”. Infinita, de la misma manera que existen mil Romas diferentes, también hay mil y una maneras distintas de descubrirlas.
Por ejemplo, en busca de la Antigua Roma que habita entre las leyendas de la fundación de la ciudad y sus siete colinas, con los foros imperiales y el recinto de las viejas murallas como epicentro, podemos pasear por los templos y ruinas romanas acompañados por los versos de Horacio que todavía hoy nos invitan a gozar de la juventud (carpe diem), del estado ideal que se encuentra alejado de cualquier exceso (aurea mediocritas) y de los encantos de una vida retirada (beatus ille).
Detrás de la espiritualidad que se esconde en cada esquina de Roma, podemos pasear por sus adoquinadas calles entre el silencio que precede al amanecer antes de que la ciudad despierte, guiados por el sonido de las campanas y el interminable hilo de iglesias que, aunque parezcan conducir irremediablemente a la plaza de San Pedro, siempre acaban entre la luz que se filtra al interior del Panteón a través de la ventana que permanece abierta al cielo en su techo desde hace más de dos mil años.
Para atrapar el verdadero carácter contemporáneo de la ciudad, podemos perdernos en las escenas de las películas del director italiano Paolo Sorrentino en las que, como si se tratara de un infinito homenaje a la Roma y a la Dolce Vitta de Fellini, nos quedamos atrapados en la belleza de sus planos, en la luz de los atardeceres y los cielos que forman parte de sus escenarios, en el brillo de los edificios que resaltan todavía mucho más por la noche, cuando la mundanidad se apodera de todo el pasado de la ciudad, o, sobre todo, en la interminable lucha contra el tiempo y la muerte que siempre representa Roma, en desafío permanente entre la superficialidad y la verdadera belleza heredada desde hace siglos, como un flechazo inicial que intenta prolongarse en el tiempo, pero que no puede mantenerse para siempre. E incluso, en esta época en la que permanecemos obligados a viajar mucho más con la imaginación que en el interior de un avión, podemos soñar con terminar de descubrir la ciudad y sus afueras corriendo detrás de los pasos descalzos de Abebe Bikila a lo largo del recorrido del maratón olímpico de Roma 1960, del que este septiembre se cumplen sesenta años.
Con el recuerdo de la antigua Grecia siempre presente, aquellos Juegos Olímpicos de Roma pronto se convirtieron en la mejor excusa para seguir uniendo el viejo Mediterráneo (Mare Nostrum) y dos de las principales culturas de la historia de la civilización. Todo pasaba por el maravilloso escenario que constituye la ciudad eterna, con sus ruinas como un reflejo de la Atenas de los primeros Juegos Olímpicos modernos de 1896. Y en busca del final del verano para evitar las temperaturas más calurosas que acostumbra a tener la capital italiana durante el mes de julio y la primera parte de agosto, la carrera de maratón se concibió como un enorme homenaje a la ciudad: con la salida situada en la escalinata de la plaza del Campidoglio y con la meta instalada bajo el arco de Constantino, junto al Coliseo, iba a ser la primera vez en la historia de los Juegos Olímpicos en la que la famosa carrera que recuerda la batalla de Maratón y la leyenda de Filípides tuviese la salida y la meta fuera del estadio olímpico.
El día 10 de septiembre la salida estaba prevista a las cinco y media de la tarde, con la intención de que los fondistas comenzaran a correr cuando el sol estaba empezando a caer y terminaran la carrera bajo las primeras horas de la noche, huyendo del calor y en busca de una escenografía perfecta en la que la última parte del recorrido les esperaba iluminada por antorchas y focos.
Pocos lugares en Roma podrían encerrar un mayor simbolismo que el Campidoglio para acoger la salida de aquella prueba. Diseñada por Miguel Ángel en pleno Renacimiento, la plaza se sitúa sobre la colina capitolina en la que se encontraba el templo de Júpiter, escenario de las ceremonias políticas y sagradas más importantes de la Antigua Roma y que simbolizó el centro del mundo romano (caput mundi), siendo el lugar donde ha permanecido desde entonces la sede del Gobierno municipal. A medida que los corredores calentaban alrededor de la plaza, todas las miradas se centraban en los pies descalzos Abebe Bikila, aquel corredor llegado desde la lejana Etiopía que se había negado a correr con zapatillas. La salida tuvo lugar a los pies de la Cordonata, la famosa escalera que Miguel Ángel diseñó para acceder al Campidoglio y cambiar la orientación de la plaza al oeste, mirando a la basílica de San Pedro en lugar del antiguo foro y sus viejos templos. Tras correr los primeros metros por la Via del Teatro di Marcello, rápidamente los corredores dejaron atrás la Piazza Venezia y el monumento erigido en homenaje a Víctor Manuel, el primer rey de la Italia unificada, para adentrarse por la Via de los Foros Imperiales, que debía de llevarles a pasar por primera vez junto al Coliseo, donde acabaría después el maratón.
En dirección al Aventino, a través de la Via di San Gregorio, la carrera bordeó el Palatino, donde la leyenda sitúa la cueva de Rómulo y Remo en la fundación de la ciudad y donde Augusto tuvo su modesta morada que mantuvo incluso después de ser nombrado Emperador, antes de que sus sucesores Tiberio, Calígula y Domiciano levantaran en este mismo lugar suntuosos palacios. Y tras pasar junto al Circo Massimo, los corredores se adentraron durante los primeros compases del recorrido en la Piazza de Porta Capena, una de las principales puertas de acceso a la antigua ciudad, al estar situada al final de la Via Appia y en el lugar por donde pasaba el primer acueducto de Roma (Aqua Appia), hasta pasar junto a las termas de Caracalla y terminar dejando atrás las viejas murallas aurelianas a través de la porta Ardeatina.
Con un claro simbolismo que iba a llevar a los corredores desde los orígenes de la ciudad a sus geografías más modernas para luego terminar regresando al viejo corazón espiritual de la antigua Roma, en un continuo viaje entre el pasado y el futuro, desde la porta Ardeatina el maratón comenzó a recorrer la Via Cristoforo Colombo, que une el centro de la ciudad con el mar del puerto de Ostia y que en su día Mussolini bautizó como Via Imperiale.
En medio de la periferia de la gran ciudad, detrás de la puesta de sol, el maratón olímpico ya estaba roto y las apuestas por ver en qué kilómetro se retiraría aquel exótico corredor descalzo se habían terminado: en el kilómetro 15 Bikila y Abdesselam Ben Rhadi corrían codo con codo.
A través de la moderna avenida de salida de la capital, el maratón comenzó a adentrarse en el parque del Ninfeo, que discurre en paralelo al Tíber, y en el amplio complejo de la Esposizione Universale Roma (EUR) que Mussolini concibió con la intención de celebrar allí el 20 aniversario del fascismo en 1942, pero que no llegó a tener lugar debido a la derrota italiana en la Segunda Guerra Mundial y que desde entonces permanece convertido en un centro financiero de negocios y de edificios gubernamentales, representando la expansión de la ciudad hacia el sudoeste en busca del mar. En el horizonte, parte de un escenario futurista que contrastaba con los pies desnudos de Bikila que golpeaban el asfalto, la figura de los edificios de las Naciones Unidas, el Palacio de Congresos, el obelisco Marconi construido en 1959 en homenaje a uno de los inventores de la radio y el Palacio de los Deportes diseñado por el arquitecto Annibale Vittellozzi y el ingeniero Pier Luigi Nervi para aquellos Juegos Olímpicos.
En medio de la periferia de la gran ciudad, detrás de la puesta de sol, el maratón olímpico ya estaba roto y las apuestas por ver en qué kilómetro se retiraría aquel exótico corredor descalzo se habían terminado: en el kilómetro 15, Bikila y el marroquí Abdesselam Ben Rhadi —partía con la vitola de favorito— corrían codo con codo, con el belga Van de Driesche y el británico Kelly alternándose en la primera posición de forma testimonial; tras volver sobre sus pasos por la misma Via Cristoforo Colombo y a punto de entrar en la carretera Raccordo Anulare, Bikila y Rhadi pasaron por el kilómetro 20 en 1:02:39; y en plena circunvalación romana, a las afueras de las afueras, ambos corredores pasaron el kilómetro 25 en 1:20:48, marcando diferencias sobre el neozelandés Barrington McGee y los rusos Vorobiev y Popov, que hacían de perseguidores y que en meta serían tercero, cuarto y quinto, respectivamente. Sin abandonar la carretera de circunvalación, tras dejar atrás los cruces con las antiguas vías Laurentina y Ardeatina, nada más pasar el kilómetro 30 el recorrido del maratón olímpico se adentró en el lugar en el que se iba a situar el verdadero espíritu de aquella carrera mientras los corredores regresaban al centro de la ciudad envueltos en la primera oscuridad de la noche que comenzaba a convertir todo en un maravilloso juego de sombras: el viejo enlosado de la legendaria Vía Appia Antica.
Flanqueada con pinos y cipreses, tal y como era cuando los antiguos romanos la recorrían con antorchas para ir a enterrar a sus muertos, la Via Appia Antica sigue siendo hoy en día uno de los lugares con mayor encanto de los alrededores de la ciudad. Convertida en el lazo de unión de Roma con su imperio en Oriente, fue la ruta de las procesiones funerarias del emperador Augusto y decenas de autoridades romanas, y fue el camino por el que San Pablo fue llevado prisionero a Roma. En aquel entonces, los romanos tenían prohibido enterrar a sus muertos dentro de las murallas de la ciudad y, convencidos de que la memoria de sus fallecidos siempre sería honrada al poder verse sus tumbas desde una de las principales vías de acceso a la capital, la Via Appia rápidamente se convirtió en un enorme recorrido entre sepulcros y mausoleos que luego tuvo continuación con las catacumbas que utilizaron los primeros cristianos de Roma como lugar de sepultura, y que con el paso del tiempo se transformó en una enorme zona verde repleta de villas que sirve de huida de la gran ciudad.
Pocas emociones mayores puede sentir un corredor que llega a Roma en medio de un maratón por la Via Appia iluminada con antorchas, tal y como se dispuso aquella noche del mes de septiembre de 1960 e igual que hoy cualquier corredor puede rememorar a lo largo de aquel mismo camino dejándose llevar por los recuerdos.Mano a mano, Bikila y Rhadi siguieron su lucha por el milenario camino. En medio de la oscuridad, las sombras que dibujaban los atletas entre las luces de las antorchas y de los focos formaban toda una coreografía llena de magia. Y tras pasar por los distintos monumentos funerarios que flanquean todo el camino, por las catacumbas de San Sebastián y de San Calixto, que en su día fueron lugar de peregrinación y por la iglesia del Domine Quo Vadis (“Señor, ¿a dónde vas?”) donde se cuenta que San Pedro vio a Jesús mientras era perseguido por los soldados romanos, antes de darse la vuelta para ser crucificado y sepultado como su maestro, al llegar a la porta San Sebastiano que servía de acceso a la vieja ciudad el corredor etíope y el marroquí todavía seguían juntos.
En medio de la noche, con el arco de Constantino iluminado por los focos y las gradas que se levantaron en la meta repletas de público, es imposible no enamorarse de la imagen de Bikila descalzo ganando su primer maratón olímpico y estableciendo un nuevo récord mundial (2:15:16).
Cuenta la leyenda que, en homenaje al fin de la opresión que Italia había ejercido sobre Etiopía tras su invasión militar en 1935, al llegar a la altura del obelisco de Aksum que el régimen fascista había trasladado como trofeo de guerra desde Etiopía hasta la plaza de Porta Capena y que no fue devuelto hasta 2008, Abebe Bikila lanzó su ataque final. Y tras correr en cabeza mientras volvía a bordear el Circo Massimo y el Palatino, se presentó en solitario junto a la meta situada bajo el arco de Constantino, a los pies del Coliseo, en una imagen que ha quedado para siempre como una de las principales fotografías de la historia del deporte. En medio de la noche, con el arco de Constantino iluminado por los focos y las gradas que se levantaron en la meta repletas de público, es imposible no enamorarse de la imagen de Bikila descalzo ganando su primer maratón olímpico y estableciendo un nuevo récord mundial (2:15:16). O de la fotografías en la que, victorioso, el corredor etíope era levantado a hombros como un boxeador entre los principales monumentos de Roma.
A sus 90 años, el maratoniano Miguel Navarro, que aquel día quedó en decimoséptima posición con un nuevo récord de España (2:24:17) y la mejor actuación de un atleta español en aquellos Juegos Olímpicos, todavía recuerda hoy el simbolismo de la carrera: “El maratón olímpico de Roma fue tan especial, tan bonito, que desde entonces nunca se ha podido igualar”.
Y el propio Bikila, nada más terminar la prueba e ir a abrazarse con su entrenador y amigo Onni Niskanen, le reconoció que en medio de tanta belleza estuvo a punto de dejarse llevar por las emociones y echarlo todo a perder: “Estaba seguro de vencer, maestro, pero por muy poco no me quedé encantado con la magnífica visión del Arco de Constantino. No he visto nunca nada más maravilloso y estoy muy feliz por haberlo visto justo en la noche más maravillosa de mi vida”.
Pronto, cuando todo esto acabe, podremos volver a viajar a Roma de nuevo. Tras perdernos por los rincones que siempre parece esconder la ciudad, a esa hora mágica en la que el sol empieza a ponerse y la luz de las últimas horas del día se confunde con las sombras de las primeras horas de la noche, podremos comenzar a correr por nuestra cuenta desde las misma escalinata de la plaza del Campidoglio en la que todo comenzó. Y tras correr detrás del recuerdo de los pasos de Abebe Bikila y una de las carreras más bonitas de todos los tiempos, podremos completar una parte más de nuestro maratón infinito corriendo bajo la oscuridad de la Via Appia hasta llegar al Coliseo, sintiéndonos parte de una historia interminable.
Tantos lugares que aún nos quedan por recorrer. Pero mientras, como en un plano secuencia con el que acaba una película de Sorrentino, Roma y La gran belleza siempre seguirán siendo uno de los mejores lugares posibles con los que no podemos dejar de soñar.
