Historias

Medios maratones, presidentes y la crisis de los 30

Un relato sobre las cosas que te pueden ocurrir mientras corres, con tu crisis de los 30 a cuestas, en las calles de Washington D.C. durante una noche a cuatro grados bajo cero.

Diego Vera

5 minutos

Cae la noche en Washington DC y nuestro protagonista comienza a correr. JINGXI LAU.

Cuando a uno le asalta la crisis de los treinta lo hace sin avisar. Suele pillarle desprevenido: “pero si yo soy joven, qué crisis, qué tonterías estás diciendo”. Esta silenciosa crisis se va asentando subrepticiamente en el hipotálamo de cualquier millenial y suele cristalizarse en una de estas actividades: o bien le da a uno por iniciar un curso de alfarería, entrar en una batucada, un curso de cocina o emprender tardíamente la carrera de ser corredor de medias maratones. Adiós, dulces mieles de la juventud post-universitaria, hola mundo adulto de persona cultivada y saludable.

Y es así que yo elegí mi Pokémon vital de correr medias maratones, para lo cual hay que armonizar un estricto régimen de entrenamiento difícilmente compaginable con el dolce fare niente, estilo de vida anterior que practicaba.

Eran mediados de diciembre del año 2022 y mi objetivo era correr el Medio Maratón de Austin, Texas -ciudad que me había visto rebasar el escalón de la tercera década de mi vida- para el mes de Febrero del año siguiente. Por lo que se avecinaban unas Navidades de poco pavo, menos turrón y más asfalto, zapatillas y camisetas térmicas.

Para entonces andaba de viaje por la costa este de Estados Unidos: había quedado con mi familia en Nueva York el día de Nochebuena para mantener las tradiciones. Poseído por el espíritu de Chris McCandless decidí emprender un viaje solitario por las principales ciudades de las Trece colonias, exprimiendo al máximo los días libres que las vacaciones escolares me permitían.

El Mall es un lugar único para correr. Flanqueado por hileras de clásicos robles americanos, une los edificios del Capitolio y el Memorial de Abraham Lincoln a lo largo de fuentes, caminos de tierra y praderas verdes.

Washington D.C. es una ciudad majestuosa: construida ex profeso para ser la capital del país, rezuma elegancia y urbanismo grandilocuente a partes iguales. Perpendicular al lecho del caudaloso río Potomac en las pedanías de su estuario, y en la orilla opuesta al famoso cementerio militar de Arlington y el Pentágono, discurre el singular Mall.

El Mall es un paseo kilométrico y rectilíneo; un boulevard de grandes dimensiones que recuerda el más puro estilo Parisien, flanqueado por hileras de clásicos robles americanos y que une, a lo largo de fuentes, caminos de tierra y praderas verdes, los emblemáticos edificios del Capitolio y el Memorial de Abraham Lincoln. En su centro, como arteria principal, se eleva al cielo de Maryland el característico obelisco conocido como Washington Monument, que el lector más cinéfilo recordará haber visto en numerosas películas.

Una imagen del Mall de Washington D.C., un lugar único para correr. ANDY FELICIOTTI.

Más allá de esas hileras de robles hay decenas de edificios a lo largo de los tres kilómetros que comprende el Mall, albergando museos –casi todos ellos gratuitos, edificios del gobierno, o los Archivos Nacionales, donde se puede ver la famosa Declaración de Independencia (We, the people…) entre otros hitos, y un cartel de Se Busca con la cara de Nicholas Cage en la puerta. El viajero inquieto no podrá visitar Washington sin entrar en la National Gallery of Art, pinacoteca nacional donde contemplar obras de Van Gogh, Monet o el Greco. Tampoco deberá irse sin perderse durante horas en el escalofriante pero fundamental museo de historia Afroamericana, testigo de las atrocidades y abusos que se han cometido contra la raza negra a lo largo de toda la historia: desde la esclavitud europea hasta el Black Lives Matter de hoy en día.

Allí estaba yo en aquellos fríos días: recuerdo bien cómo mi amiga Andrea me cedió su casa mientras ella regresaba a España a visitar a su familia, y cómo en una heladora tarde, frente al Jardín de la Casa Blanca, presenciamos el encendido del candelabro del Hannukah, tradición judía. En ese momento me hallaba frente al edificio que tantas veces había visto en la tele, tras el busto de Lorenzo Milá o Almudena Ariza dando primicias desde el telediario de la 1.

Dice mi amigo Nacho que la mejor manera de hacer turismo es correr por las calles de la ciudad que visitas.

Pero volvamos al running. Dice mi amigo Nacho que la mejor manera de hacer turismo es correr por las calles de la ciudad que visitas. Y no le falta razón, puesto que, honestamente, parece que uno se quita la etiqueta de turista y pasa a ser un local más. Embelesado por la riqueza de los museos y el calor del chocolate caliente de los cafés de Georgetown (barrio de la capital donde está la prestigiosa universidad del mismo nombre y donde se preparó Felipe VI “el preparado”), casi olvidé mi cometido Filipédico de corredor de maratón, pero cumplí con mi misión. Y la verdad que fue una experiencia única e inolvidable. Me calcé las zapatillas y me puse toda la ropa térmica que pude encontrar en mi mochila (siempre viajo como Machado, ligero de equipaje/como los hijos de la mar – y por ahorrarme el dinero de la facturación de maleta en el avión también, huelga decir-) y salí a la calle a trotar por esos 3 kilómetros del Mall.

Los días claros de invierno, ideales para correr bien abrigado. DV.

Diciembre. Noche cerrada. Cuatro grados bajo cero en el mercurio y vaho congelado en cada zancada, pero ahí estaba, disfrutando, sintiéndome extrañamente cómodo tan solo, tan frío, tan lejos de mi zona de confort. De repente, empecé a ver luces de neón, calles cortadas y vallas por todos lados. Me asusté al ver coches de policía y agentes armados rodeando el Capitolio, que se yergue sobre una colina dominando el resto del Mall. Callejeando por donde pude logré bajar la cuesta hasta el patio donde plantan el enorme abeto de Navidad, a cuyos pies había un nutrido grupo de periodistas. Como un mosquito acudí a la luz de sus focos y me acerqué a curiosear. Fascinado como siempre al escuchar nativos hablando en inglés, espere a que una reportera de Fox News, de la cual me enamoré efímeramente, terminara su reportaje para preguntarle qué estaba sucediendo. 

Puse mi reloj a punto y comencé a trotar de nuevo, Mall abajo, dejando detrás de mí la tertulia presidencial y seguí corriendo, como si nada hubiera pasado, bajo el frío invernal de Washington.

Hay veces que la vida te coloca en situaciones extraordinarias y sientes que estás viviendo un momento único. Esa revelación tuve yo cuando la reportera me respondió un simple Zelenski is in town. Resulta que justo a un palmo de mi cara estaban los presidentes de Ucrania y Estados Unidos reunidos, pidiendo el primero armamento y ayuda para la Guerra contra la Rusia de Putin. Fue en ese momento cuando todas las noticias escuchadas y leídas acerca de este conflicto (y demás conflictos) me hicieron reflexionar. De un modo, bajaron a la tierra y se hicieron realidad. Estaba en el sitio y en el lugar donde suceden cosas trascendentes. Y allí me vi yo, un andorrano (de la Andorra turolense) cualquiera, como dice un buen amigo apretándome la boina ante un momento histórico que podía determinar el devenir de los próximos años de nuestra sociedad y economía. Con esos pensamientos en mi cabeza, esa especie de epifanía, estuve pasmado un par de minutos hasta que una ráfaga de frío helador me devolvió a la realidad. Puse mi reloj a punto y comencé a trotar de nuevo, Mall abajo, dejando detrás de mí la tertulia presidencial y seguí corriendo, como si nada hubiera pasado, bajo el frío invernal de Washington.

La carrera de Diego Vera en Washington DC el día que se encontró con Zelenski.

 

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