Los recientes Juegos Olímpicos han sido los sextos consecutivos a los que he acudido como periodista acreditado. Las experiencias vividas en Atenas 2004, Pekín 2008, Londres 2012, Río de Janeiro 2016, Tokio 2021 y París 2024 me convierten en un ser afortunado y agradecido. Todavía me cuesta asimilar que he presenciado en directo algunas de las gestas más importantes de atletas como Hicham El Guerrouj, Kenenisa Bekele, Eliud Kipchoge, Yelena Isinbayeva, Tirunesh Dibaba, Usain Bolt, Elaine Thompson, David Rudisha, Faith Kipyegon o Mondo Duplantis, por citar algunos nombres ilustres.
¿Orgulloso por estos seis Juegos vividos desde dentro? La verdad es que no. Aparte de algunos pequeños méritos profesionales que hayan podido situarme en disposición de conseguirlo, simplemente considero que he contado con la salud, el tiempo, el dinero y las circunstancias familiares que me han permitido estar presente durante veinte años en estas grandes citas del deporte. Conozco a varios periodistas excelentes y a bastantes expertos del mundo del atletismo que jamás han cubierto presencialmente unos Juegos. Para mí son igual de valiosos y relevantes que los que han desarrollado su labor en las entrañas de los diferentes estadios olímpicos.
Cientos de deportistas de altísimo nivel jamás han sido olímpicos y han comprobado por la televisión cómo el 90% de los participantes en sus pruebas tenían un nivel muy inferior al suyo.
Extrapolando el asunto periodístico al de los atletas, he recordado una cena -hace seis años- en la que un tipo que trabajaba en New York Road Runners nos comentó que había sido olímpico en 1500 metros en Atenas 2004 y que no renunciaba a volver a serlo en Tokio 2020, en la prueba de maratón. La cabeza me estallaba. ¿Cómo podía no sonarme de nada? Llegué a casa como un caballo desbocado y busqué rápidamente la información. Y ahí estaba, en la primera serie de 1500 metros de Atenas 2004, dominada por Hicham El Guerrouj con 3:37.86. El tipo figuraba en último lugar, muy lejos del resto, con 4:03.37 y récord de Guinea Ecuatorial. Acto seguido leí que ese año se habían quedado fuera de los Juegos, entre otros, los kenianos Alex Kipchirchir (3:30.46), Cornelius Chirchir (3:30.60), Paul Korir (3:31.10) y William Chirchir (3:32.10). Que esos cuatro bólidos no fueran olímpicos y un corredor popular invitado presumiera durante el resto de su vida de serlo me llevó inmediatamente a pensar en Fabián Roncero, 27:14.44 en 10.000, 59:52 en medio maratón y 2:07:23 en los 42,195 kilómetros. Fue un atleta colosal, plusmarquista europeo de medio maratón (le arrebató el récord Mo Farah) y un valiente que hizo temblar el récord del mundo de maratón en Róterdam 1998, del que sólo le alejaron unos inoportunos calambres. El madrileño jamás fue olímpico, pero nunca necesitó serlo para conquistar los corazones de los aficionados.
El de Fabián no es un caso aislado. Cientos de deportistas de altísimo nivel jamás han sido olímpicos y han comprobado por la televisión cómo el 90% de los participantes en sus pruebas tenían un nivel muy inferior al suyo. En mi opinión, es un fracaso del sistema que en París 2024 no hayamos podido ver, por ejemplo, a Athing Mu en los 800 metros o a Christian Coleman en el hectómetro y que no haya unas wild cards que beneficien el espectáculo. En cambio, hemos tenido que tragarnos unas repescas infumables y carentes de sentido, más allá del comercial. Para mí, ser olímpico o campeón olímpico, no es más importante que ser mundialista o campeón mundial. Aunque el oro en triple salto lo haya logrado, con un gran mérito, Thea Lafond, es obvio que la mejor del mundo -a años luz del resto- es Yulimar Rojas. La británica Paula Radcliffe jamás ganó una medalla en unos Juegos y Wilson Kipketer no saboreó el oro olímpico, pero los méritos de un atleta no deberían valorarse exclusivamente por los resultados obtenidos cada cuatro años.