Paso desde hace años por el cruce con Fuentemar. La señal de la Avenida de la Cañada de la ciudad madrileña de Coslada (81 000 habitantes) sigue medio arrancada. Alguien pensó que joderla era gratis, divertido, o las dos cosas. Con el tiempo y los libros también aprendes una cosa: que tu calle se denomine Cañada es porque pertenece al mismo proceso histórico que si se llama Rambla o Prado. Significa que asfaltaron y edificaron sobre un lugar de tránsito natural, con pocos miramientos o ningún control. Hoy salgo a correr por una de esas aglomeraciones urbanas irregulares surgidas de aquello. Es una de las de mayor tamaño de Europa: un barrio que comienza callado, popular, y que va entristeciendo su habla según voy hacia el sur. Mi ruta es la Cañada Real Galiana o Riojana, asentamiento que cruza múltiples términos municipales y que, en su aproximación a Madrid, da cobijo a 8000 personas que viven diferentes grados de bienestar y de precariedad. No está entre las cien rutas más populares para correr. Para muchos, Cañada Real ni existe.

Con el crecimiento del comercio de lana y de la cabaña ganadera en el siglo XIII, se trazaron grandes vías para discurrir de rebaños. Por ellas pasaron los pastores trashumantes y nos dejaron kilómetros de vías de ensueño. Ahora pedaleamos y corremos por ellas admirando su majestuosidad, sus dimensiones inabarcables. Son una vía más de la red de caminos de la Península Ibérica, una red de autopistas de tierra a la que se suele agrupar como Vías Pecuarias. Corremos a diario por cañadas, caminos rurales, sendas, cordeles y coladas. Son las viejas vías de comunicación de nuestra historia. Y son tan de paso libre, para que eches unos kilómetros en bicicleta o a pie, que se les denomina dominio público. Esta denominación te sonará bastante. Las cañadas no son de nadie porque son de todos. Se calcula que esta fabulosa red de lugares de entrenamiento alcanza los 125 000 kilómetros totales. Y no es broma denominarlas autopistas: debían tener 72 metros de ancho y solían rondar los 500 kilómetros cada una.
Corremos a diario por cañadas, caminos rurales, sendas, cordeles y coladas. Son las viejas vías de comunicación de nuestra historia.
Hoy da el sol y me sobra con un pantalón y una camiseta. Pero en pleno invierno de 2020 la Cañada Real de Madrid fue un poco más noticia de lo habitual. Varios sectores de este asentamiento vieron cortado el suministro eléctrico. En superficie, la compañía alega que esa electricidad sirve para plantaciones ilegales de marihuana. En el fondo se discutía por un histórico enganche robado a la red de luz a lo largo de quince kilómetros y que hoy es más delito que hace cien años. Y los cientos de familias que viven en condiciones precarias se quedaban sin modo de calentarse, cocinar o iluminarse en plena era de viajes a Marte. Es un conflicto multifactorial. A día de hoy el litigio entre los ayuntamientos y la compañía suministradora es feroz. El Juzgado de instrucción número 42 de Madrid mantenía a primeros de febrero el respaldo a la compañía Naturgy frente a denuncias de abandono a las familias, tras cuatro meses a oscuras. Familias que insisten en querer pagar sus conexiones a la red eléctrica como el resto de los madrileños. Entre medias, los enfermos ingresan en hospitales por hipotermias y hay niños sin unas condiciones básicas para su educación. Más hacia el fondo es el futuro de miles de familias que ocupan una zona ya absorbida por el planeamiento urbanístico. Muchos quieren quedarse en sus casas. Las palabras demolición y realojo son clásicos del debate desde los primeros años ochenta. Hoy los ánimos están abatidos. “Hay mucho cansancio y desánimo. Han pasado un invierno muy duro y quizá la gente no quiera hablar mucho del tema”, me anuncian desde CAES, bufete de abogados que les asesora habitualmente.

Cientos de familias que viven en condiciones precarias se quedaban sin modo de calentarse, cocinar o iluminarse en plena era de viajes a Marte.
¿Pero qué aspecto real tiene? ¿Qué esperar si uno accede a pie? Puesto sobre el mapa, este asentamiento es como una serpiente que desciende de manera figurada a los infiernos. Y no tan figurada. Dieciséis kilómetros más abajo de donde me hallo ahora se extiende el mayor poblado chabolista de Madrid, donde opera una espeluznante cantidad de tráfico de drogas. Pero en los tramos al norte la vida se ha establecido con modestia. Por la avenida que he dejado atrás pasa el medio maratón de Coslada desde 1979, separándolo de San Fernando de Henares (38 000 habitantes) y ―he encontrado sitio para aparcar a la vuelta del bar Palmira, el de toda la vida― se puede trotar por su amplia acera hasta que no se convierte en la calle Santiago. Aquí la cañada va cerrando huecos y se convierte en una calle sencilla, larga, de pueblo. A ambos lados llevo casas de uno y dos pisos, muy humildes porque se construyeron durante la siembra de emigrantes del campo español que llegó durante la larga posguerra a Madrid, Barcelona, Vigo y Bilbao, fundamentalmente. Podría estar trotando un día cualquiera por una callejuela de Alburquerque, Tomares o Madridejos.

He visto un cortavientos fluorescente colgando en un tendedero: el característico chubasquero de iniciación al deporte. Eso quiere decir que no soy el único que todavía emplea su ocio por este esquinazo de Madrid. Veremos qué cara me pone la ruta cuando llegue corriendo por otros sectores. De todos modos, no es frecuente ver la Cañada Real Galiana en las rutas deportivas publicadas. La rodea un injusto halo de inseguridad. Esta mañana aún hay gente que sale a currar, que pasea el perro y establece la tertulia en una solana, pegados a una verja de hormigón o una puerta con un encofrado y una mano de pintura de un bello verde irlandés. “La zona dura es muy triste pero si vas a tu bola ni te miran”, aconseja Antonio Vicente, locutor de Radio 3, que emitió un programa en directo en mitad de la crisis del pasado año. “Recuerda, las fogatas son puntos de venta de droga. Si empiezas a ver muchas, te has pasado”, confirma como única precaución de seguridad.
Dieciséis kilómetros más abajo de donde me hallo ahora se extiende el mayor poblado chabolista de Madrid, donde opera una espeluznante cantidad de tráfico de drogas.
Se refiere, sobre todo, al sector seis, el más conflictivo de los territorios chabolistas del centro de España y que determina el tramo desde la planta incineradora de Valdemingómez hasta el término de Getafe (185 000 habitantes). Pero yo voy corriendo sin la sensación de ser vigilado o amenazado. En su mayor parte es otro barrio-pueblo más. Un barrio lineal que se acomodó al ritmo de la historia y de los huecos libres. Cuesta mucho encontrar algo más que portones de garajes y casitas de mil tipos. Echo en falta rótulos. Apenas queda alguna taberna en vías de consumirse. Hay vida pero le falta vida. Es como si fuera una gran calle del medio rural donde no se desea destacar por alguna razón que se me escapa. “Esta parcela tiene dueño”, recuerda una puerta. En una esquina han pintado un sobrio mural de letras blancas sobre fondo rojo: en que soy moreno. Más adelante encontraré esparcidas las demás estrofas. Las pintó en 2018 el colectivo de artistas Boa Mistura. Es un poco la canción del quejío de la cañada: “No reparéis en que soy moreno porque el sol me miró / que me parieron de carne y hueso, nací varón / Soy de mi tierra y mía es ella / y si me apuran soy extranjero, como lo somos todos...”.

La Historia de cómo crecieron los pueblos explica los sentimientos que te miran desde detrás de visillos y persianas entrecerradas. ¿Cómo puede haber tal conflicto sobre una franja tan específica de la región y, a la vez, tan tranquila? ¿No ha podido crecer como el resto de los alrededores del viejo Madrid y los caminos y campos que le daban acceso? Hubo periodos históricos en los que se hacía la vista gorda y sobre las redes de caminos se situaba algún vertedero municipal, un campo de fútbol o un pajar. Nadie iba a quejarse porque muchos eran pequeños servicios para el municipio. El tamaño de una cañada es tal que puede parecer una explanada, sin más. “No se va a notar si, además, esto no es de nadie”, se debía pensar. En plena hemorragia del campo español (1945-1960) se dio algo de manga ancha para construir casetas para aperos de labranza, caballerizas o chamizos para el campo, que terminaron derivando en casas y luego en barriadas enteras. La ciudad tenía sus propios problemas: se esparció, se multiplicó por diez y se merendó el campo. Lo irregular se convirtió en regularizado mientras apenas se podía contener aquello de manera organizada. Era lo de siempre pero a una escala y ritmos desacostumbrados. Los asentamientos surgidos a lo largo de los caminos históricos habían dado lugar tanto a nobles poblaciones que se apellidan Del Camino o De la Cañada, a un sinfín de urbanizaciones de lujo como también a chabolas donde los últimos en llegar se veían empujados por escasez de renta, provisionalidad o marginalidad. Y a partir de los 60 la vieja vía rural entre pastos riojanos y manchegos empezó a ser domesticada. En primer lugar fueron habitantes de la zona. Años después, los desplazados. Así, hasta que la ciudad dejó de necesitar más espacio regulado. Quienes quedaron fuera de la raya y de los pactos ciudadanos debían vivir marcados por la irregularidad.

Llevo corridos casi cuatro kilómetros y he pasado por debajo de una de las autopistas de circunvalación de la región. El titular del terreno ya no es Coslada sino Madrid, aunque este tramo tiene más aspecto aún de pueblito. Mejor dicho, parecen callejas traseras de las afueras de un pueblito. Hay postes de la luz un tanto comatosos. Cables enredados. Hay operaciones de maquillaje y no faltan esas elevaciones en el asfalto que obligan a reducir la velocidad, como si estuviéramos en una calmosa zona residencial. Hubo un momento en que las casas bajas casi se juntaban con adosados pertenecientes a otra promoción al oeste. Pero ha sido un espejismo: las verjas fortificadas y las líneas en los mapas municipales delimitan las zonas. Se ven las suturas: esas calles que no empalman directas entre sí, líneas rotas donde remachan aceras, chaflanes, un solar o paredes sin ventanas. Y alambradas. En resumen, las vergüenzas que muestran la diferencia entre quien es y quien ni existe para la ley. Oficialmente todas las conexiones de luz de la Cañada Real están hechas al margen de la ley. Abundan los desagües en pozos negros. Dependiendo del sector (lo pienso con calma y hasta la denominación de sectores es fría, casi militarizada), la mitad o más de las familias están en riesgo de exclusión, y abundan las dinámicas irregulares de buscarse la vida.
Las vergüenzas que muestran la diferencia entre quien es y quien ni existe para la ley.
Pero no existir también ha permitido construir casas de nivel y extrañas combinaciones de industria, construcción, transporte y vivienda chabolista. Un taller de cerrajería sin rótulo, una puerta que se cierra rápido y un señor mayor que saluda haciendo visera con la mano. Sobre el 275 una abuela en delantal se asoma a mi paso. La casita de al lado ha sido embellecida con azulejo talaverano, creo. Un patio con parrilla y un novísimo acristalado al que está dando el sol me hacen pensar en los límites del concepto de infravivienda. Hay coches regulares y coches buenos. Frente a nuevos versos de la canción de los murales cuelgan cables de media tensión. Son empalmes que caen del tendido hacia un cajetín y otro. Es una ingeniería que puedes ver en La Mancha, Extremadura, Aragón o aldeas en la Tierra de Campos. En algunos tramos no hay asfaltado regular sino que coexisten varias capas de cemento tirado que recuerdan las fotos que nuestros padres guardan en casa. ¿Sales a correr en verano por el pueblo? ¿Entrenas en tu tranquilo entorno rural? Las fotos que acompañan este artículo te sonarán. No hay dos casas iguales en un barrio que parece un catálogo precioso de inventiva en la maestría de obra. Hay una de cemento gris en forma de U, como una prisión en miniatura, frente a un emparrado y dos casas medio gemelas de tres alturas. Al lado, un encofrado en bruto, un maniquí de mujer que hace las veces de espantapájaros, un camioncito violeta y con grafitis de atracción de feria, un encalado blanco, un buzón roto y un mástil con una bandera de España. Como si hiciera falta.

No hay dos casas iguales en un barrio que parece un catálogo precioso de inventiva en la maestría de obra.
Javier Rubio, abogado del Centro de Asesoría y Estudios Sociales y que representa decenas de familias de Cañada Real en los litigios, afirma que, “tras las movilizaciones contra los derribos del Ayuntamiento de Madrid entre 2007 y 2011, se aprobó una Ley especial para la Cañada Real. Ley 2/2011 de la Comunidad de Madrid. Ya no era vía pecuaria y la solución a la ocupación de la zona se negociaría con los vecinos”. En mayo de 2017 todas las administraciones implicadas firmaron el Pacto Regional por la Cañada Real Galiana. Han pasado 10 años desde la ley específica pero la cosa sigue igual. El tiempo discurre muy despacio y los graves incidentes del invierno flotan en el ambiente. En una valla han colgado un cartel. “Esta es mi casa desde 1978; me quiero quedar”. He ido a repasar un álbum familiar y entre 1970 y 1975 las casas y las pancartas que aparecen en las fotos de mi memoria son parecidas a estas. La ciudad seguirá pensando en su futuro sin solucionar su pasado, pienso mientras paso por el 147, en la puerta de la A.V. Cañada Real de Merinas.

Pasado el cruce con la autopista radial R-3 y la M-203. Los grafiteros han volcado su ira y una extraña lucha de clases y razas, y entro en el sector 3. En la rotonda hay gente de varios orígenes que esperan el autobús. Un televisor quemado en el suelo. El sector no es muy largo, son apenas 750 metros que recorres en cinco minutos. Hace otros veinte que dejé atrás el vallado que delimita el PAU de El Cañaveral, donde están construyéndose 14 000 viviendas. Cañada y PAU son dos entidades que en breve coexistirán dentro del distrito de Vicálvaro (74 500 habitantes). Ahora sólo hay calles vacías y algunas grúas. Pero la Galiana rompe en dos un proyecto para miles de viviendas en todo el sureste de Madrid. Es cuestión de tiempo, piensan algunos. La teoría es que un dominio público ha de mantener su uso: una zona verde, un equipamiento para la ciudad. Pero la situación ya no es la de una zona verde al uso sino una pequeña ciudad lineal.

Más al sur uno oye hablar más de conflicto social. Con el cuarto de los sectores llego a un nuevo término municipal, Rivas Vaciamadrid (86 000 habitantes). Su alcaldía está entrampada desde años en un proceso que podría terminar en el realojo de escasamente 135 familias y en la modificación de los límites con la ciudad de Madrid. Son más evidentes las demoliciones de algunas casitas. Los sectores son ahora mezcla entre chabolas y rurales. Hay una sala rociera y hay muretes blancos, pinos y chapa por doquier. En el aire se puede saborear el óxido de algunas montoneras de chatarra. Pero qué sabré yo, si solamente soy un payo huesudo que pasa corriendo. Javier Rubio me explica que más al sur “la población se va renovando continuamente”. Los sectores más duros, denominados cinco y seis, contienen “gente que lleva años pero también hay una rotación enorme. Hay quien lleva unos pocos meses”. Para Javier, que defiende sobre todo familias de extracción muy humilde y de origen extranjero, “en el contexto actual de pandemia, corte de luz, esto se está acelerando con llegada de gente muy precaria. Alquileres, subalquileres, subarrendamientos, etc. La Cañada Real se está convirtiendo en un patio trasero del mercado inmobiliario de Madrid, con unos niveles de precariedad entre la miseria que han alarmado al mismo relator de la pobreza de Naciones Unidas”.
En mitad del necesario ruido del conflicto, mi camino hacia el tramo más mencionado en los medios tiene algo de túnel de sonido. Las casas han ido abandonando las orillas de la cañada. El siguiente trecho está lleno de vallas y muros largos. Detrás hay casas, chabolas demolidas y huecos más largos donde reina el silencio. Al fondo asoma otro fragmento roto de la ciudad moderna. Bloques nuevos a los que se va la vista mientras corres. Es el nuevo Rivas. Bloques de hormigón y piedra blanca. Líneas duras sobre una geografía de yesos y arenas blancas. Yo tengo más sombra. El frescor de muchas de las fincas se convierte ahora en un contrapunto al paisaje contemporáneo. Las avenidas quedan a la izquierda, en la zona nueva de Rivas. Pero soy un viajero extraño. Después de discurrir una hora por la zona, trotando por la ahora bautizada como Calle Carpanta me siento más cobijado que por la doble calzada del nuevo distrito que discurre en paralelo. El presente o quizá el futuro al que algunos vecinos aspiran. La manera de afrontarlo es tan variable como la situación de la zona. Quien lleva décadas, incluso en los sectores más precarios, soñando con hacer efectivos derechos consolidados, un realojo o indemnización. Los más nuevos viven en una escalera al centro de la tierra donde cada paso hacia abajo les hace más dependientes. “Están en otra. Querrían dignificar el barrio y hacerlo vivible pero entienden que si eso no es posible viven con angustia de verse abocados a salir de allí. A desarraigarse”, porque, resume el letrado, “hay gente muy precaria que, mal que bien, tiene una red de apoyo que le permite sobrevivir o afrontar las muchas penurias que se dan”.

Pasado un cañaveral un chaval me ha sonreído. He contestado con la misma complicidad. Ambos sabemos que este no es mi sitio. Dos chicos más se extrañan con esa desvergüenza adolescente.
―¿Qué hace corriendo? ¡'Ahivá' chaval!
¿Qué hago? No sé si tiene algún sentido que le cuente mi viaje. Nos reímos de este hecho superficial, de esta manía mía de salir a pie a ver mundo. Los caminos sirven para que las vidas se encuentren al menos durante unos segundos. Aunque luego nos separemos por siempre. Unos damos la vuelta para terminar el día en nuestro mundo más o menos cómodo. Tengo el coche a muchos kilómetros. Pero tengo ducha, electricidad y confort. Otros se quedan, viviendo la angustia de saber si, en unos meses, en unos años, la suerte de su paisaje cotidiano cambia a mejor.
Todas las fotografías que ilustran este artículo fueron realizadas por el autor del mismo, Luis Arribas, durante su trote por la Cañada Real.

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