Juntar en un mismo maratón a Alberto Salazar, Robert de Castella y Carlos Lopes es como cuando unos pocos años antes sentaron a rodar una película juntos a Robert de Niro, Al Pacino y Marlon Brando. Esa conjunción se dio en la ciudad de Róterdam en la tercera edición de su hoy legendaria carrera. Fue el maratón más lindo jamás narrado y que hoy corre el riesgo de ser víctima del olvido digital.
El fin de semana del 9 de abril de 1983 el viento se había calmado por fin, después de una tremebunda temporada de chubascos y vendavales. Al fin y al cabo, Róterdam es una ciudad asentada sobre la desembocadura del Maas, que no es más que un brazo del delta que forman el Mosa y el Rhin. Abierta al clima del Mar del Norte y mayor puerto de contenedores del mundo, la ciudad holandesa no es un perfecto decorado sino una multicultural mesa de mezclas de gentes que partieron y llegaron por ese mar picado y gris, sucio. Bombardeada sin piedad en la Segunda Guerra Mundial, su reconstrucción desembocó en amplias avenidas y canales de ancha sección. Róterdam, al final, es una ciudad más moderna que otra cosa. Cuando uno sale del hotel camino de la feria del corredor, hay muchas posibilidades de que el viento de poniente se convierta en tu segunda preocupación tras la de correr los cuarenta y dos kilómetros. Avenidas como el Maasboulevard, recta interminable cuando uno lleva veintitantos kilómetros, son una pesadilla dependiendo de las ganas de broma que tenga el viento.
A pesar de ello, desde su reformulación en 1981 como evento moderno, el maratón de Róterdam siempre tuvo fama de ser uno de los recorridos más veloces del planeta. Diseñado entre el delta y terreno ganado al mar, la ausencia de cuestas atrajo desde sus inicios a las estrellas del momento. Y en dos años ese equipo logró que acudieran los tres nombres probablemente más mencionados del fondo mundial. Ojo: no fue sencillo. IMG, la agencia que representaba a Salazar y De Castella, ambas estrellas del momento, había preparado un match no oficial en Brisbane, Australia. Pero la federación australiana y la IAAF pusieron el grito en el cielo, viendo cómo una agencia privada de management amenazaba su posición como órganos de gobierno del atletismo. Así que el Comité Olímpico Internacional les advirtió sobre una eventual suspensión de cara a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 84. No era una prueba autorizada. Róterdam, en cambio, sí lo era y la insistencia de uno de los sponsors de la carrera, Michel Lukkien, logró que Salazar y De Castella engrosaran la nómina floreciente del evento. El omnipresente Lukkien era la cabeza visible de Nike en los Países Bajos, futuro entrenador y un apasionado manager que desde Warming Up Sport Promotions B.V. diseñó la campaña de penetración del gigante americano en Europa. Y supo convencer adecuadamente a ambas estrellas. ¿Qué decir sobre la figura pública de Alberto Salazar? Generaba un complejo abanico de emociones para el público. El chico distante y de cara inocente encarnaba la irritante perfección del deportista norteamericano. Salvo para los conocedores del atletismo de los ochenta, Salazar no era una figura estelar que hubiera campado por las carreras de la Europa de los crosses y los eventos en pista. Aun siendo plata en el Mundial de campo a través de Roma 82, donde imperaba era en los primeros grandes maratones comerciales, los hoy bautizados majors: había ganado el de Nueva York en tres ediciones seguidas, empalmando de manera tiránica el de Boston en abril y el de Nueva York en otoño de un año.
Robert de Castella era posiblemente uno de los rostros más reconocibles en el asfalto. Y lo fue durante dos décadas. Batió el récord del mundo de maratón en 1981 en la carrera japonesa de Fukuoka, bajándolo hasta unos escalofriantes para la época 2:08:18 y se batiría el cobre durante una ristra importante de años, venciendo en Boston o en el Mundial de Helsinki, hasta el punto de imponerse diez años después de su primera gran victoria, de nuevo en Róterdam. En 1982 había vencido en Brisbane en los Juegos de la Commonwealth y le había sido reintegrada la titularidad del récord mundial de maratón.
Por su parte Carlos Lopes era una referencia europea y mundial: el de Vildemoinhos había sido campeón del mundo de cross en Chepstow en 1976 y subcampeón olímpico ese mismo año en 10.000 en Montreal. Tras una etapa lastrado por las lesiones regresó en 1982 a por el récord europeo de las veinticinco vueltas a la pista y debutó sin fortuna en maratón en Nueva York ese mismo año. La dimensión de su retirada en esa carrera por un golpe con un espectador le marcará y hará tiritar el mundo del maratón durante los siguientes años.
Pero aún es un poco pronto para ello. Regresemos a marzo de 1983, al Mundial de cross en las colinas de Gateshead, en Reino Unido. Salazar, dispuesto a ir por el título, declaraba sin pudor que estaba preparando el asalto al trono del maratón. Dos años antes había batido el récord mundial en la Gran Manzana por unos segundos. Se lo había arrebatado a De Castella. Pero se descubrió que al recorrido le faltaban 148 metros y el récord regresó a poder del australiano. Es evidente que Salazar quería poseer ese récord. Era el maratoniano de Nike USA, en todas las portadas de su país estaba su figura y se encontraba acumulando trabajo de fuerza de cara al duelo en Róterdam.
Pues en las campas de Gateshead tendrían terreno de sobra para que la crema del fondo mundial hicieran trabajo de fuerza subiendo y bajando cerros y pastos rodeados de una multitud con pantalones de campana, greñas largas y patillas. Nuestro Antonio Prieto, Taca, aguantaría todos los tirones que dieron el etíope Bekele Debele y el keniano Some Muge. El portugués Lopes daba un último arreón en la corta recta de meta y Salazar, que luce unas mallas largas negras que en esos días se asociaban más al aeróbic que al atletismo, se tendría que conformar con el cuarto puesto. De Castella quedó sexto.
HACIA LA BATALLA DEL MAAS
Quedaban un par de semanas para que se abriera el telón. Salazar se retiró a su silencioso programa en la universidad de Oregón, dirigido por su entrenador Bill Dalanger. El norteamericano insistiría en que era su manera de prepararse con la máxima profesionalidad. Entendió que si no concedía entrevistas podría haber periodistas que luego se tomasen su revancha escribiendo sobre su carácter. Mientras, Robert De Castella, a quien todos conocen por el familiar Deeks, correría el cross italiano de Cinque Mulini porque en él, dice, hay una búsqueda cordial de una atmósfera única. Son, sencillamente, personalidades diferentes el uno del otro.
Lejos de plantear un maratón de miles de participantes, Róterdam admitió a unos cuatrocientos corredores. Iba por delante la garantía de poder correr a ritmo desde el primer metro. En 1983 ya existían maratones masivos y Londres y Nueva York atraían más de diez mil corredores. Una cosa con la que la ciudad sí podía competir era en la afluencia de público. De apenas medio millón de habitantes, los habitantes de Róterdam encontraron un evento con el que identificarse y salieron a las calles. En masa. El gran fondista segoviano Antonio Prieto, que debutó en 1985 en esa misma carrera, destacó siempre la animación que uno se encontraba en las calles y parques. Si Ámsterdam y La Haya se llevaban todo el crédito y fama del país, la gente del puerto más importante del mundo abrazó la dureza de un maratón que les situaba en el mapa deportivo.
Esa gente abarrotaba el 9 de abril los alrededores del Coolsingel, zona de salida y meta a los pies de la municipalidad. Una caótica zona de calentamiento, tan propia de los ochenta, albergaba a un serio Salazar, de blanco y rojo con la camiseta de tirantes de Athletics West. Apuraba los trotes unos segundos más que un De Castella bastante más sonriente que dejaba su botella de agua a un tipo alto y vestido con la significativa camiseta amarilla de Australia. Mientras tanto, Lopes se había incrustado unos minutos antes entre la primera fila de salida, la de los empujones y los codazos. Se podía masticar el ambiente de las grandes ocasiones.
Sería injusto reducir este evento a un encuentro de élite entre los tres tenores. En la salida había caviar del bueno. Estaba el escocés John Graham, vencedor de la edición inaugural con 2:09. Corría Gerard Nijboer, también un hombre de 2:09 y que fue plata en Moscú 80, oro en el Europeo de Atenas 82 y que aún rascaría bronce un tiempo después, en los Juegos de Los Ángeles 84. Estaba el casi imbatible Rodolfo Gómez que, cojan aire, en dos años había ganado los maratones de Tokio, Atenas, Róterdam y Eugene, más un segundo lugar en Nueva York tras Salazar. Esa derrota en Central Park, por un puñado de segundos, le había dolido tanto que, para preparar el año en curso, había dejado la cerveza, a su mujer viviendo en México DF y se recluyó en La Paz, Bolivia, para entrenar fanáticamente hasta en altitudes de 4000 metros.
Salazar pasaría media carrera en la parte de atrás de un sexteto de cabeza que había salido a 3:05 por kilómetro, un poco por debajo de las expectativas del estadounidense. No es lo acostumbrado. Salazar casi siempre corre de cara, con todo. ¿Estaba todo bajo control? El trabajo que está haciendo Graham en cabeza es voraz. De hecho el escocés circula con unos quince metros de ventaja. En el quince gira la vista y abre los brazos como preguntando qué estaba haciendo mal. Parece que el sexteto de favoritos se había tomado las cosas con un poco más de cabeza en los parciales siguientes. Pero la retransmisión que capitanea ABC muestra cierta preocupación.
No es el Alberto que todos conocemos. ¿Qué hay en este momento en su cabeza? Ha corrido y vencido en suelo patrio destrozando la carrera desde el liderazgo, la exposición al reto. Nacido en Cuba y emigrado a Estados Unidos cuando era un niño, siempre declaró que su mentalidad desde pequeño era la de ser extremadamente competitivo. Desde que empezó a competir se acostumbró a vencer. El número uno. Salazar fotografiado con los Reagan, Salazar de chaqué o recibido por el Papa. Ahora iba corriendo a la estela de un duro John Graham que tiraba desde la salida. Y no eran los únicos culos que llevaba delante.
Salazar confesaba que quien ganase ese día podría reclamar el título de mejor maratoniano del mundo. La exigua diferencia de las marcas personales así lo justificaba. De Castella mencionaría después la obsesión por competir una y otra vez sin saber cuándo lo dejaría.
Hasta este día Alberto nunca ha corrido tras De Castella en el territorio maratón. Ni tras Lopes. Conoce qué es luchar con Rodolfo Gómez porque ambos se exprimieron unos meses antes en Nueva York. El durísimo mexicano, uno de los mejores del planeta, le tuvo contra las cuerdas hasta el mismo escenario de la meta de Central Park. Delante de sus narices está Lopes, que ha tomado nota de todas las desventajas que le había producido el aterrizaje de atletas cada vez más rápidos en la pista. El portugués sabe también cómo manejarse en el pelotón después de su incidente en Nueva York. Corre agazapado bien tras De Castella, bien tras los mexicanos. En ese compacto y estratégico grupo van también José Gómez, otro mexicano que había sido octavo en Nueva York, y el belga Armand Parmentier, plata en maratón en los Europeos de Atenas. Un grupo en el que solo faltaba la armada japonesa. La organización había diseñado un rodeo sencillo a lo largo del curvón ribereño que rodea el Nieuwe Maas hasta alcanzar por el barrio de Kralingen el parque al que hoy se llega pasado el medio maratón. En ese parque se darían dos vueltas para regresar al lugar de salida. En paralelo a la cabeza de carrera (estamos en los Países Bajos), cientos de bicicletas acompañaban al ya de por sí caótico cortejo de camiones de prensa, motos y coches oficiales. De Castella reconocería que era difícil mantener la concentración en algún momento, ya que hubo tanto público en algunas zonas de la ciudad holandesa que temió tropezar y caer, mandando todo al traste. Graham había terminado su labor de liebre al paso por la mitad de la prueba y ahora era Rodolfo Gómez el que se ponía al mando. Los tiempos respecto del récord mundial se estaban yendo otra vez unos veinte segundos por encima de lo previsto. Hasta que, sobre el kilómetro treinta y cuatro, es el australiano el que decide incrementar el paso.
En primer término, de izquierda a derecha, Carlos Lopes (dorsal 5), Alberto Salazar (dorsal 1) y Robert de Castella (con bigote). ALAMY
UN GIRO DE GUIÓN A LA ALTURA
Hora y cuarenta minutos. Si has corrido en Róterdam sabes de sobra las penurias que tocan una vez has salido del parque y regresas a la ciudad por esa gigantesca avenida. Comentaría Salazar que "entonces ocurrió lo que durante dos o tres años nunca había pasado, que alguien me dejaba descolgado en una carrera". Rodolfo Gómez, Carlos Lopes y Robert de Castella se estaban yendo del dominador del maratón moderno. Los tres dejaban al yanqui a merced de ese espacio de nadie entre coches y sin corredores a los que asirse. En dos kilómetros más, a lo largo de la vieja línea de tranvía que conecta Kralingen con el centro, el mexicano también se había quedado. El parcial del 35 al 40 sería finiquitado en 14:47 por el dúo de balas que forman australiano y portugués. ¿Se trataba del momento soñado por los organizadores? Por un lado estaba la derrota impensable pero un poquito deseada del monolítico Salazar. Del otro, la ratificación del australiano como justo poseedor del récord del mundo. Por último, la confirmación de que Lopes tenía un potencial igual de tremendo fuera que dentro de los estadios. Y el escenario, la ciudad, rugiendo a su paso.
Róterdam había encontrado de una manera un tanto fortuita una válvula de escape: salir a rugir a las aceras el día del maratón. La sociedad holandesa de los años ochenta estaba inmersa en una seria crisis económica y de desempleo a la que no era ajena la ciudad del puerto del Maas. Dependiente de la actividad portuaria e industrial, el cierre de las empresas del área a finales de los setenta hizo que un 25% de la población rotterdammer estuviera desempleada. Tampoco el Feyenoord daba alegrías a la ciudad y sus duros habitantes, viendo cómo la tiranía del Ajax y el PSV dejaban la liga de fútbol como un erial. Así las cosas, este nuevo duelo al sol entre los mejores maratonianos del mundo era un regalo para la ciudad. Y ese apenas medio millón de habitantes agarró el evento por bandera con toda su rabia y entusiasmo posibles.
A escasos dos kilómetros de meta De Castella había dejado de preocuparse por Salazar o Gómez, a los que de todas maneras ya no lograba vislumbrar por la profusión de coches de radio y prensa que se interponían. Su preocupación era el tipo que se deslizaba sin esfuerzo a su lado, codo con codo. Lopes no cedía ni un milímetro. Ni siquiera corría chupando rueda, sino que iba en paralelo con el australiano. Ambos eran conscientes de dos cosas. Una, iba a ser el primer final de maratón al que Carlos Lopes se enfrentaba. La segunda, que sí, que todo iba en su contra, pero Lopes tenía el récord de Europa de 10.000 y ésta era una marca casi cuarenta segundos más veloz que la de De Castella. Este aceleró un par de veces y se retuvo de igual manera. De Castella confesó que no encontraba señales de agotamiento en Lopes. Aceleró a falta de un kilómetro y ahí seguía, como su sombra, a la derecha. Con el reloj marcando unas proféticas 2:07 volvió a acelerar y pensó “Cristo, ¿me vas a esprintar como un cohete o vamos a llegar mano a mano hasta la meta?”.
Coolsingel ha sido y será una extraña línea de meta. Se sitúa desde 1981 frente a un edificio del ayuntamiento que queda algo lejano, que tampoco es muy simbólico, teniendo en cuenta que la ciudad es la meca de los rascacielos y los estudios de arquitectura más punteros del mundo. Ni es esa típica recta eterna, ni una sorprendente recta que aparece después de una curva. Sencillamente es rara. Pero en 1983 la cantidad de gente y motos ocultaban cualquier atisbo de poder ver algo. Cuando estás jugándote un maratón así, uno imagina que los vencedores y vencidos al esprint entran en una visión túnel y que tampoco ven más allá de su zancada y la cinta de meta. Esa mítica cinta plástica con la serigrafía Xerox fue hacia la que se tiró en plancha De Castella después de un acelerón radical en los últimos doscientos metros. ¿Y Lopes? “Incluso después de llegar a meta tampoco vi dónde estaba”, relató posteriormente el australiano. Carlos Lopes había debutado con un excelente segundo puesto, había sido derrotado por dos segundos, al esprint, frente al primer espada de la élite mundial, y lograba una marca de 2:08:39 que le situaba sobre el camino correcto. Dos hombres más bajaron de 2:10, Gómez y Parmentier. Salazar sería quinto. En meta musitaba su cansancio con los pómulos salientes y la mirada perdida mientras De Castella y su bigote sonreían bajo un sombrero de ranchero aussie. Lo que no sabía Deeks es que había hecho el último kilómetro a 2:48 después de todo un maratón.
Salazar confesaba antes de la carrera que quien ganase ese día podría reclamar para sí el título de mejor maratoniano del mundo. La exigua diferencia de las marcas personales entre ambos así lo justificaba. De Castella mencionaría después la obsesión por competir una y otra vez sin saber cuándo dejaría de correr. Quizá al perder esa obsesión. Una cosa era cierta. Sin duda nuevos tiempos se avecinaban. Los siguientes meses fueron cruciales para saber que el título de mejor maratoniano del mundo, título de compleja gestión dada la reciente llegada de los primeros corredores de primer nivel de África, iba a pasar a manos de un tercero. En 1984 Carlos Lopes ganaría un nuevo campeonato del mundo de cross en New Jersey. Sería la señal del comienzo. En los Juegos de Los Ángeles el portugués se llevaría uno de los oros de más nivel de la historia, disputado bajo terribles condiciones de calor. Y el 20 de abril siguiente Lopes regresaría a Róterdam para destrozar el récord del mundo de maratón hasta unos centelleantes 2:07:12. Róterdam, una vez más.