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Una autovía prácticamente desierta es todo lo que la vista abarca. Un escenario indigno de albergar un recorrido del maratón olímpico. No menos de quinientos metros de cemento, de la nada más absoluta y fea y pertenecientes a un tramo de autopista urbana sin terminar, separan a las perseguidoras de una de las grandes corredoras del momento, de la Historia. Pero ¿quién va a quejarse? Estamos frente a la primera vez que se disputa un maratón femenino en los Juegos Olímpicos.
Ajena al episodio histórico que está protagonizando (“Yo salí a hacer mi carrera”, declaró a posteriori), Joan Benoit se escapó cuando apenas habían transcurrido cinco kilómetros del maratón olímpico de Los Ángeles 1984. Durante bastantes mañanas de ese verano californiano la temperatura se mantenía milagrosamente a raya. Habían dado la salida a este momento único a las ocho de la mañana de un 5 de agosto y tienen todavía dos horas largas de competición por delante. La de la norteamericana está siendo una apuesta arriesgada sólo hasta cierto punto. Joan Benoit es la gran favorita para el público local. En este momento, se podría decir que ha tomado al asalto el dominio del maratón femenino mundial. Benoit se presentaba en los Juegos con una colección escalofriante de trofeos: tres veces vencedora en el maratón de Boston, en abril de 1983 había recuperado el primado mundial corriendo en 2:22:43 aunque el criminal recorrido de Boston no cumple con los estándares de la federación internacional por cosas como que sale de un punto y llega a otro a una altitud menor (no se suele decir que en esos cuarenta y dos kilómetros hay un huevo de cuestas que no lo convierten en asunto fácil).
En los pronósticos de los analistas más sesudos la cosa no está tan clara a favor de las barras y estrellas. Bill Rodgers, uno de los más rápidos del mundo en categoría masculina, está en el vehículo de prensa que abre carrera e intenta poner cordura entre los compañeros de plató. Por un lado, estamos en 1984 y hay muy pocas experiencias previas en la alta competición femenina. De hecho, este es el segundo gran campeonato en el que se corre la distancia de maratón a escala mundial. Por otro lado, en el pelotón perseguidor vienen las otras figuras cruciales que conforman la nueva aristocracia deportiva: las primeras emperatrices del maratón femenino de los ochenta: juntar en su momento a Ingrid Kristiansen, Grete Waitz y Rosa Mota, para hacernos una idea, equivale a haber sentado a almorzar a Cervantes, Caravaggio e Isabel I de Inglaterra. Benoit sería Lucrecia Borgia.
Joannie, como se la conoce, había quitado ese récord (digamos que de una manera romántica pero no oficial) precisamente a la noruega Grete Waitz. Este golpe de mano era un cambio de paradigma en el atletismo sobre asfalto por todo lo que supone detenerse en el currículum de la escandinava. Que no se nos escape la dimensión deportiva real que tiene una Waitz cuyo dominio se extendía con la contundencia de Thor: se impuso en cinco Campeonatos del Mundo de cross. Cinco. Grete, una espigada fondista cuya figura solía competir rematada por dos coletitas rubias, se ha convertido en una diosa del correr porque es, sin exagerar, la reina del maratón de Nueva York. Se ha llevado en cinco ocasiones esta mítica prueba entre 1978 y 1983 y, con el tiempo, alargaría este reinado tiránico hasta las nueve victorias, siendo la última en 1988.
Alguien que hubiera dejado de lado los sentimientos habría pensado que, en verdad, la noruega acudía a los Juegos de Los Ángeles después de un 1983 fuera de todo estándar conocido. En abril había batido (también, como haría Benoit unos días después) el récord mundial de maratón en Londres. Se llevó a casa el entorchado de primera campeona mundial de maratón en Helsinki en agosto, y añadió el remate de su habitual victoria de noviembre en Nueva York. Así que el temprano ataque de Benoit, sabiendo que Waitz tiene un mejor final, deja a la noruega con la responsabilidad de tirar y desgastarse en la caza de la estadounidense.
El equipo de marketing de Nike y Rob Strasser a su cabeza se tomó en serio las reivindicaciones de las atletas. La compañía dio uno de esos pasos por los que se les conocería, locos y atrevidos, e insertó anuncios en todas las revistas del sector acusando al COI de huir de la mujer corredora.
¿Está ella sola obligada a lanzar el pelotón por la siniestra autopista abandonada? En realidad, no del todo. Junto a ella corre con su característico estilo agónico su compatriota Ingrid Kristiansen. En los prolegómenos de este perro circuito que les lleva desde el Corsair Field en Santa Mónica hasta Inglewood, Kristiansen ya viene nombrada heredera del trono vikingo de Waitz. Hace cinco meses que esta futura sucesora en el reinado mundial del maratón se ha impuesto en la primera de sus dos victorias consecutivas en el maratón de Londres. A orillas del Támesis, en la primavera siguiente situará el tope mundial en unos escalofriantes 2:21:06, marca que sólo el dominio keniano podría llevar más allá en el futuro. Por tanto Ingrid es otra atleta que trae los deberes bien hechos a los Juegos.
Finalmente, quien se pone delante del pelotón que va tras Benoit y bajo un sol que empieza a causar estragos en las atletas, es la portuguesa Rosa Mota. ¿Una sorpresa? Ni de lejos. A Mota muchos la consideran todavía hoy día como la maratoniana más grande de todos los tiempos. Cojan aire; Mota consiguió a lo largo de su carrera un título olímpico de maratón, tres europeos y uno mundial, y se impuso en las grandes citas de Londres, Rotterdam, Osaka, Tokio, tres veces en Boston y dos en Chicago. Pero este 5 de agosto de 1984 la de Maine se les ha ido casi un minuto y medio y el espectáculo pinta mal para las perseguidoras.
Ah, el espectáculo. No cabe una bandera más. En cuanto termine el largo tramo de la Marina Freeway, la autovía inacabada que les sacará de la pija y costera Marina del Rey, el público aullará de nuevo bajo el sol de la tarde. Esta prueba está siendo un despliegue estelar que eclipsará el maratón olímpico masculino de la semana siguiente y ha sacado a las aceras, dicen exagerando claramente, a unos dos millones de espectadores enfervorecidos. Están llenas incluso las escaleras entre las gradas del ciclópeo Memorial Coliseum de Inglewood. Pero este momento histórico, no mucho antes, estaba totalmente eclipsado por una batería de demandas y juicios entre asociaciones de derechos civiles y el Comité Olímpico Internacional (COI).
Las hijas del Título IX
Corría 1979 y el panorama de la mujer en el atletismo trataba de abrirse paso en un mundo donde mandaban los puros, los sombreros y los bigotes. Se iban a disputar los Juegos de Moscú en unos meses y el programa atlético femenino seguía arrinconado apenas en un tercio de las pruebas de los hombres. Que se iban a disputar es un decir: el Occidente capitalista boicoteaba la cosa y un grupo de países ―que encabeza Estados Unidos― no enviaría atletas a unos Juegos que se montaban para gloria propia del PCUS de Leónidas Brézhnev. Como herencia de los tics machistas de siempre, el COI no permitió que las mujeres corrieran sobre distancias superiores a 1500 metros, alegando casposas razones fisiológicas sobre una teórica debilidad natural.
Desde unos meses atrás, dentro del pujante movimiento del correr popular estadounidense existía un grupo de personalidades que se agruparon en el International Runners Committee (IRC). Una docena de promotores unieron sus nuevas ideas sobre el papel de la mujer en el atletismo. Entre ellos estaban Jacqueline Hansen, maratoniana estadounidense que poseyó el récord mundial hasta 1977, Joe Henderson, editor jefe de Runner’s World, Manfred Steffny, antiguo maratoniano olímpico alemán, Ken Young, uno de los estadísticos más importantes del mundo del running o Joan Ullyot, fisióloga del ejercicio, atleta y autora de éxito.
Se encontraba un sentido a las aventuras suicidas de Roberta Gibb o Kathrine Switzer, que compitieron a escondidas en los primeros maratones estadounidenses durante los sesenta, y que hicieron tanto por este cambio fundamental en los derechos civiles de Estados Unidos.
A nadie le sorprenderá saber que, desde el lejano Beaverton, Oregon, a tomar por saco al noroeste del país, el equipo de marketing de Nike y Rob Strasser a su cabeza se tomó tan en serio las reivindicaciones de las atletas. La compañía dio uno de esos pasos por los que se les conocería, locos y atrevidos, e insertó una campaña de anuncios en todas las revistas del sector acusando al COI de huir de la mujer corredora. Decimos que los miembros del COI tienen enterradas sus cabezas en la arena, bramaban. Era cuestión de tiempo que su camino se cruzase con el IRC y en 1980 lograban conjuntamente que el presidente de la Federación Internacional de Atletismo, Adriaan Paulen, votase a favor de incluir el maratón femenino en los Juegos.
No contaron con que un obstáculo añadido pudiera ser tan favorable para la causa. Los pasos sucesivos que se debían tomar, tales como elevar el acuerdo al Comité Olímpico, etcétera, se toparon con todo el bloque del Este, que estaba de morros contra cualquier medida o propuesta que pudiera venir de los países capitalistas. No nos engañemos, les acababan de chafar el gran evento universal de los Juegos de Moscú. Así que debieron esperar un poco a que se enfriara el fiambre olímpico moscovita y retomar las arduas negociaciones. De manera sorprendente, la todopoderosa NBC, que no tenía Juegos algunos que cubrir en 1980, decidió que emplearía su músculo y dinero en retransmitir la tercera edición del Avon Marathon Championship, celebrado en Londres. En combinación con la BBC y otras cadenas del globo, se retransmitirá para todo el mundo la victoria de la primera espada neozelandesa Lorraine Moller. En unas horas todos sabían que el clima del asunto había virado. Y finalmente, en febrero de 1981 y tras superar el escollo económico que ponía como tenue resistencia el Comité local de Los Ángeles 84, se aprobó la inclusión de la carrera femenina de maratón dentro de unos Juegos.
Se cerraba un ciclo de casi un siglo. Se encontraba un sentido a las aventuras suicidas de Roberta Gibb o Kathrine Switzer, que compitieron a escondidas en los primeros maratones estadounidenses durante los sesenta, y que hicieron tanto por este cambio fundamental en los derechos civiles de Estados Unidos. Esta es la generación que recogía los frutos del redactado como Título IX, apodo que recibieron las Enmiendas al Senado estadounidense en materia de Educación aprobadas en 1972. El polémico presidente Richard Nixon puso su firma en un documento en el que decretaba que “ninguna persona en los Estados Unidos podrá, por razón de sexo, ser excluida de participar en, negársele los beneficios de, o ser objeto de discriminación en ningún programa o actividad educativa que reciba ayuda financiera federal”. El empeño de los movimientos feministas de los 70 hizo que tuvieran un impacto tremendo en las niñas que empezaban a poder hacer deporte en la enseñanza secundaria estadounidense.
La historiadora de Arizona State y también atleta de alto nivel Victoria Jackson señala que ellas “fueron la gran segunda oleada del feminismo y del movimiento de los derechos de la mujer”. Quizá aún sin saber que se convertirían en símbolos futuros y que habría maratonianas olímpicas en 1984. De hecho, en 1977, unas 3000 mujeres hicieron lobby por la Enmienda por Derechos Igualitarios (ERA) corriendo unos relevos durante 4500 kilómetros entre Seneca Falls (NY) y Houston. De hecho, según Jackson, “correr es una parte muy cultural de lo que pensaba la gente cuando hablamos de los derechos de la mujer en los setenta”. En 1979, la revista Track and Field News contabilizaba 8000 mujeres participando en maratones, fundamentalmente en Estados Unidos.
“Con la igualdad de participar llega la igualdad de aparecer exhausto en público”
De vuelta en Los Ángeles, la aventura de esa mañana de agosto se dirige a su gran final. Delante sigue Joan Benoit. Grete Waitz ha roto la carrera y callejea, segunda, por la cuadrícula del South LA, pero la distancia parece no reducirse nunca. La noruega no puede echar mano a una Benoit impulsada por la ocasión de hacer historia. Joannie viste un prototipo de ropa técnica elaborada al más alto nivel por la marca Kappa para los de la USTF (el equipo estadounidense de atletismo), de colores plateados y tejidos de tecnología espacial. La previsible remontada de Waitz es una tarea más dura de lo previsto porque los quince grados de la costa se están convirtiendo en treinta y dos, cosa mucho más californiana y, del pelotón cabecero, solamente queda un rastro de atletas esparcido por calles coloreadas de asfalto negro y un gris perla roto por el tráfico, cuarteado.
Un zigzag lleva a la estadounidense hasta el recinto del estadio. Con el loable propósito de añadir bombo propio y también animar, como no, a una de las impulsoras de este evento, Nike ha colgado en una pared cercana un mural gigante en el que aparece Joan corriendo. La frialdad de la corredora se pone a prueba una vez más, cuando la concentración ha de ser máxima ante la fatiga y la posibilidad de cagarla. Dentro de los muros de estilo art noveau que ya acogieron en 1932 otros Juegos Olímpicos, el Coliseum asiste al programa matinal de atletismo con esa sensación de expectación por las grandes ocasiones y todo el mundo contiene la respiración. Por las gradas hay una alegría deseosa de desbordar.
Benoit tiene que hacer todavía trescientos metros por un parking donde el asfalto empieza a arder, tras el cual accederá por la puerta de maratón. “En ese momento pensé que, cuando saliese a la luz, todo habría cambiado en mi vida”, relataría después la maratoniana. La oscuridad. Un silencio falso en el que los sentidos fallan y la temperatura corporal expulsa al vello disparado hacia fuera. Son diez segundos en los que las ochenta o noventa mil gargantas se tensan para romper cuando Benoit finalmente es pasto de la luz del sol del Pacífico. De nuevo al sol. Esta vez todo apunta a la gloria. Le queda por dar una vuelta al estadio y es ella, ya sí, frente a un puesto de honor en los libros del deporte. Su sonrisa aparece tras casi dos horas y veinticinco minutos (2:24:52) y, por fin, vemos a una Joan diferente.
La incorporación de la mujer al maratón olímpico fue un pilar más de un éxito de esos Juegos. Muy posiblemente, la repercusión de esa retransmisión de la ABC (disponible en las redes) cambió el sentido del juego más de lo que pensamos. Millones de espectadores comprendieron el atractivo del gran show del deporte mundial. Algo que, tras los batacazos políticos de Múnich 1972 (con la matanza de deportistas israelíes en la villa olímpica por terroristas palestinos) y el pufo financiero de Montreal 1976 (que terminó de pagar la monstruosa deuda contraída en 2006), llevó a preguntarse a muchos si los Juegos estaban en recesión. El poco atractivo del producto provocó que en 1977 solamente Los Ángeles y Teherán (no es un error tipográfico) hubiesen presentado su candidatura para organizar los Juegos en 1984. Y el boicot que sufrió Moscú 1980 no había mejorado las cosas.
El drama del maratón, la vieja historia de Filípides cayendo muerto tras completar su viaje de curro, nunca más sería sólo un asunto de hombres. Al sintético del estadio angelino iban llegando Waitz, coronada como alegre subcampeona, Mota, que adelantó a Kristiansen en las últimas fases, Moller, Priscilla Welch, Lisa Martin, hasta diez mujeres por debajo de un tiempo de 2:30:00 conseguido en un maratón lleno de ondulaciones. Agotadas por la distancia y el calor reinante, cruzaron la línea de meta primeras damas del maratón como Carla Beurskens, Julie Brown o Charlotte Teske, vencedoras de Róterdam, Boston o Frankfurt, en un goteo dramático y muy por encima de sus mejores marcas. Otro momento icónico lo protagonizaría Gabriela Andersen, maratoniana suiza que vivió en sus carnes ese momento que sigue a la deshidratación: presa de la desorientación, se tambaleó durante unos largos minutos para recorrer los últimos metros de una prueba que mostraba al mundo, y en directo, la grandeza de esa fruta prohibida a la mujer corredora durante siglos. Kathrine Switzer resumiría esa nueva normalidad del deporte de larga duración: “Con la igualdad de participar llegará la igualdad de aparecer exhausto en público”.