Sabido es del ciclismo que es deporte de una dureza importante cuando el terreno pica hacia arriba. Y no es menos cierto que manejar bien una bicicleta exige años de paciencia y destreza aprendida. Por ello no creo que sea tarea fácil montar una de ellas y sacarle su verdadero jugo. Quiero, en concreto, romper una lanza en favor de los que se atreven a manejarla por el bosque.
Mi homenaje más sentido para estos prófugos del Anillo Verde Ciclista, a los que parece no contentar suficientemente el alcalde con su largo carril-bici. Mis más floreados honores para estos abnegados alérgicos al asfalto a los que sólo veo los festivos. Incluso les doy las gracias cuando atravieso el bosque un domingo a mediodía corriendo a buena velocidad y me lanzo por los toboganes, pues no les es fácil no atropellarme cuando intentan adelantar. Mi mayor respeto para estos ciclistas de corto recorrido y marcado funambulismo a los que la sierra se les hace lejana por razones que desconozco y han elegido mi parque para rodar. Dicho lo cual, la guerra está servida. ¿Por qué la guerra? Porque el Mortirolo, que es como llamamos a la cota más importante del perímetro tapiado, es mucho monte para coronar en bici. Y la majestuosa bajada que le precede, una tentación difícil de contener cuando vienes de un buen tramo de pedaleo seguido. Supongo que también cuenta que en todas las épocas de su larga historia la especie humana ha intentado volar a pecho descubierto y así imitar el libre deslizar de un ave. Ello explicaría lo del maillot abierto de esa guisa y las ansias de kamikaze al bajar la fuerte rampa. Sin embargo, como dicen los economistas dándoselas de gurús pero haciendo caso al populacho, a toda bajada sucede una subida. Y la inercia, la muy cabrona, no ayuda cuando tiene que ayudar. Y la cima no llega nunca, y las piernas no dan más. Entonces la bici pesa y te gustaría no llevarla encima, porque ya hace rato que no la llevas debajo. Hay exclamaciones de esfuerzo, hay piñones y platos de extrañas dimensiones que se atascan y tumbados laterales de la máquina; pero la suerte está echada. Ahí es cuando te alcanza el sufrido corredor, cuyas zancadas (que no han cejado ni dejado de ser tales desde que salió de la añeja pista universitaria) se van animando.
¿Qué puede hacer que nuestro atleta se crezca de esa manera si la cuesta arriba está en todo su esplendor? ¿Es un deseo de venganza ante la demostración ferrariana del ciclista segundos antes en la bajada? ¿Es una descarga de adrenalina por el miedo sufrido momentos antes al oír tras de sí un seco deslizar de ruedas con crujido incorporado sin aviso previo? ¿Es simplemente un espejismo, pues él no ha variado un ápice su ritmo?
Es difícil saber lo que siente nuestro corredor hacia el bólido y su piloto. Lo único cierto es que lo está dejando atrás, muy atrás. Puede que las dos partes colaboren lo suyo. Uno acelerando, el otro clavándose al suelo. Pero hay una verdad mayor en sus pensamientos. ¿La del terreno? ¿La certeza del Mortirolo, el que nunca perdona? No, aún la hay mayor. Si en el momento en que le está pasando, superándolo por uno de los flancos y cuidándose de sus bandazos desesperados, desprende palabras de ánimo del tipo ¡vamos, venga!, se tomará como venganza aunque no la haya. Se verá como afrenta desmesurada, como herida innecesaria. En esos momentos es mejor callar. Pues callar es no hacer sangre y el cruce quedará elegante. Es entonces, y sólo entonces, cuando lo que de verdad piensen el uno del otro importa poco y pide ser callado.