Thierry Ndikumwenayo y Rodrigue Kwizera parecen dos briznas de hierba empujadas por el viento cuando pasan trotando por la Vía Verde, en Benicàssim. La Vía Verde es un sendero que discurre por donde antiguamente marchaba pesaroso el tren que iba de Valencia a Barcelona a través de una larga e imponente cornisa que cae al Mediterráneo. Y allá abajo el mar brilla en un día de calma mientras va y viene, rítmico, constante, hacia la playa donde se alzan las viejas y señoriales villas donde veraneaba la alta sociedad valenciana y castellonense. Pero eso no lo saben los dos atletas de Burundi, que avanzan sin aparente esfuerzo, tan flacos, tan ligeros, tan ágiles, mientras los paseantes y los ciclistas los observan intrigados al ver que hay un fotógrafo disparándoles sin parar.
Thierry es un chico muy amable de 25 años que está esperando que prospere su nacionalización. El fondista del Playas de Castellón lleva ya seis años en España. Primero en Alicante, donde Llorenç Solbes reunió un poderoso grupo de entrenamiento con atletas africanos y asiáticos a quienes acogía y preparaba dentro de un programa, denominado CET (Compromiso, Esfuerzo y Trabajo), que en realidad era una organización sin ánimo de lucro que se dedicaba a buscar talentos deportivos en los institutos de la degradada zona norte de Alicante. Ahí llegó, sin ir más lejos, Abdalelah Haroun, un sudanés nacionalizado catarí, antes de colgarse la medalla de bronce de los 400 metros en el Mundial de Londres 2017.

Pero Solbes acabó marchándose a Catar para desarrollar un nuevo proyecto en el país de los petrodólares y eso hizo que Thierry Ndikumwenayo se quedara solo y desamparado en Alicante. El burundés, el quinto de los nueve hijos que tuvo un matrimonio que trabaja en una tienda de comestibles de Kiryama, su pueblo, vio cómo llegaba la pandemia y se quedaba aislado en Alicante. Fueron semanas tristes. Después de aquello se puso en manos, aunque a distancia, del entrenador de Yemaneberhan Crippa —un fondista italiano de origen etíope que tiene el récord nacional en 3000, 5000, 10 000 y medio maratón, además del récord de Europa de 5 km—, y se mudó a Castellón para ver si alguien de su club le echaba una mano.
Allí le abrió las puertas de su casa Tomás Fandiño, un entrenador gallego que había decidido cambiar de aires años atrás. Fandiño eligió para vivir Sant Joan de Moró, una aldea del interior de Castellón donde el pequeño atleta de Burundi aprendió los caminos de la comarca de la mano de dos grupos de corredores: los del Running Moró y los del Club Esportiu Gelats, de Alcora. El gallego se marchaba a trabajar por la mañana y cuando volvía por la noche muchas veces se encontraba la ropa recogida y doblada encima de su cama. Solo estuvieron ocho meses conviviendo, pero se creó un vínculo tan fuerte que Thierry aún le llama papi a Fandiño. El entrenador descubrió a un chico “adorable, un cielo” y lo adoptó como a un hijo. Un día, su hija de seis años, Chiara, cogió a su padre y le lanzó una pregunta a bocajarro: “Pero papá, ¿Thierry es mi hermano?”. Y su padre le contestó: “Sí, pero no es hijo de mamá”.
En Sant Joan de Moró lo empadronaron rápidamente y Tomás le buscó una profesora que enseñara al atleta a hablar castellano. Entre semana no se veían mucho, pero el fin de semana Tomás le daba cariño. “Siempre me decía que lo que más le gustaba era que yo cocinara. Tengo buena mano y él siempre repetía. Le encantaba el pollo al horno con verduras y el pescado, que aunque no le va mucho, aprendió a apreciarlo porque era de calidad. A mí el pescado me lo envía mi madre desde Galicia”. Ndikumwenayo encontró un hogar en casa de Fandiño y siempre se lo agradeció. Pero los dos se enriquecieron del otro y el entrenador aún recuerda la huella que dejó en él. “A mí me dio una perspectiva de la vida que, honestamente, no tenía. Y es la del esfuerzo diario para salir adelante. Él se esfuerza muchísimo”.

Ndikumwenayo no empezó en el atletismo hasta los quince años. “Antes no hacía nada de deporte”, confiesa. Pero ese año, en 2012, un compañero de la escuela que practicaba el atletismo le retó a correr un 400. “Acepté y me ganó, pero le dije que, si íbamos a la pista, ahí ganaba yo”. El domingo quedaron para disputar la revancha, a la que se unieron otros corredores, y Thierry cumplió su palabra. “Les gané a todos. A mi amigo y a todos los demás. El entrenador me vio correr y me comentó que tenía mucho futuro”. Thierry pone cara de malote en las fotografías y, a su lado, Rodrigue hace un esfuerzo por aguantarse la risa. Porque él está todo el día así, riéndose. Kwizera tiene tres años menos, 22, y la vida, pese a que ha tenido que ser duro dejar atrás un hogar para irse a otro país siendo poco más que un adolescente, parece un juego. Quizá haya influido que el pasado invierno arrasó en el circuito de cross, donde prácticamente contó sus participaciones por victorias, salvo una derrota ante Aron Kifle, otra en la que, tras ganar, fue descalificado por no correr con la equipación de su club —llevó la de su antiguo representante— y una tercera en el cross en el que llegó de la mano, y no es una metáfora, de su amigo Thierry Ndikumwenayo.
Les quedan diez años buenos en la pista y luego ya podrán dar el salto a la ruta, afirma su entrenador, Pepe Ortuño.
Kwizera es de Kibimba, otro pueblo de Burundi, un país que está considerado uno de los cinco más pobres del planeta. Una nación donde el salario medio de un trabajador no llega a los cien euros, y un estado donde un maestro no cobra más de 50 euros al mes. Burundi no tiene salida al mar, aunque sí al descomunal lago Tanganica, que baña también las orillas del Congo, Tanzania y Zambia. Rodrigue fue un chico muy precoz. O su federación un poco atrevida. Porque con 17 años ya disputó un Mundial de cross, en Kampala (Uganda). No obtuvo un resultado muy llamativo —acabó en el puesto 39º—, pero revisar la clasificación de aquella carrera permite descubrir que entró por delante de Adel Mechaal, Sergio Sánchez o Fernando Carro. No llevaba mucho tiempo en el atletismo. Apenas dos o tres años. Pero fue disputar un 5000 en un campeonato escolar, acabar cuarto, y centrarse en correr. En 2018 ya había conseguido ser décimo en un Campeonato de África de 5000.
Un año después, en 2019, volvió a ser seleccionado por Burundi para disputar el Mundial de campo a través. Ahí, en Aarhus (Dinamarca), fue donde conoció a Ndikumwenayo y donde se hicieron amigos. El mayor de los dos salió de allí con el noveno puesto, y el menor, Kwizera, con el undécimo. Rodrigue volvió con algo más, la información de que su compañero se había ido a vivir a Alicante, donde había muchas más oportunidades de prosperar en el atletismo. “Aunque yo, la verdad, no obtuve muy buenos resultados los años que estuve en Alicante y corrí varios años seguidos el 5000 en 13:25, cuando antes, de júnior, ya había hecho 13:27”, advierte Ndikumwenayo.
Porque Thierry Ndikumwenayo también había brillado en las categorías inferiores. En el Campeonato de África sub-18 se llevó la medalla de bronce y en los Juegos Olímpicos de la Juventud, en 2014, fue segundo en el 3000 tras Yomif Kejelcha. El etíope venció con 7:56.20, la segunda mejor marca mundial sub-20 del año, y el burundés fue segundo con 8:06.05 (hizo su mejor tiempo de siempre). Luego, al año siguiente, el pequeño Thierry se rascaba la cabeza preguntándose cómo su rival ganaba tres pruebas de la Diamond League (se impuso en el 5000 de Eugene, Roma y Bruselas) y él era casi incapaz de meter la cabeza en un mitin internacional. “Estaba claro: no tenía la oportunidad de correr en el extranjero porque no tenía el apoyo de mi federación”. A nadie parecía importarle ese chico que con 16 años ya había ganado el campeonato absoluto de Burundi en los 1500.

Ndikumwenayo, que habla un español muy correcto, le hace de traductor a su amigo, a quien sigue costándole aguantarse la risa nerviosa cuando aquel se pone serio y le transmite las preguntas. Habla entre susurros, muy deprisa, sin esperar a que el otro cuente lo que dice. Hay que interrumpirle y, cada vez, rompe a reír mientras descubre unos dientes deslumbrantemente blancos. Kwizera es el último de los nueve hermanos que viven del empleo de su padre en una fábrica de cerveza. Ahora está en Castellón, adonde llegó siguiendo el rastro de su compatriota, en un piso con el también burundés Eric Nzikwinkunda. Thierry le pregunta que quién de los dos cocina y el amigo vuelve a soltar una carcajada. Al final confiesa que él no, que de eso se encarga Eric, quien, al parecer, aprendió del mediofondista Mohamed Reda, otro atleta del Playas de Castellón, cuando vivía en Alicante. Thierry le escucha y luego levanta las manos y explica que él y otros atletas del club viven “como reyes” en Penyeta Roja. Ellos son los atletas becados en esta residencia para deportistas de la Diputación de Castellón: Alejandro Ortuño, el saltador Alexis Sastre y Víctor Ruiz, el especialista en los 3000 m obstáculos que le deleita, cuando acaban de entrenar, con un paseo en su Mercedes descapotable con la música a todo meter. Thierry lo graba en su teléfono y luego presume subiéndolo a las stories de Instagram. Al lado de estos dos grandes fondistas, sentado en una esquina de una mesa de pícnic que hay al inicio de la Vía Verde, en un alto desde el que se contempla el Hotel Voramar, que sobrevivió a la Ley de Costas y permanece dentro de la playa, está Pepe Ortuño. Pepe, su entrenador, es un jubilado que, como quien pela una alcachofa, ha ido quitándose competencias en el Playas de Castellón y en el atletismo autonómico y nacional para vivir con más calma. Antes, en 1981, fundó con Francisco Miralles el Club Atletismo Castellón y, poco a poco, fue mejorándolo hasta convertirlo en lo que es hoy el Playas de Castellón, el mejor club de España. El técnico se ha quedado con lo que le hace más feliz, un reducido pero muy selecto grupo de atletas: los tres de Burundi, Víctor Ruiz y Alejandro Ortuño.
El entrenador está muy satisfecho porque ha logrado desatascar a Ndikunwenayo, que llevaba años sin mejorar. En cuanto llegó la primavera, su atleta voló: primero en Nerja, donde corrió en 13:06.58, veinte días después en Huelva, donde, a pesar de hacer de liebre durante los primeros tres mil metros, cruzó la meta en 13:06.46, y el 9 de junio en el Estadio Olímpico de Roma fijando el récord nacional en 12:59.39. Thierry escucha a su mentor y no se puede contener: “¡Increíble! ¡Ha sido increíble!”. El atleta del Playas de Castellón dejaba atrás las molestias en las lumbares que le penalizaron en la temporada de cross. “Néstor Jiménez ha sido fundamental. Néstor es un médico de Toledo que lo acoge como si fuera su hijo y Thierry va y se tira allí un par de semanas. Él lo ha curado de todas sus lesiones”. Pepe Ortuño no solo se preocupa por sus tiempos en las series, por los segundos de recuperación, por los kilos levantados en el gimnasio, el entrenador se nota que también se ha interesado por su país, por su presente y por su pasado, y anima a Thierry, refugiado tras unas gafas deportivas de espejo, a que hable de la guerra civil que asoló al país entre 1993 y 2005. “Duró muchos años la lucha de los tutsis con los hutus. Fue más duro en Ruanda, pero también en Burundi. Fue una especie de genocidio. Terrible”, indica con el ánimo caído sobre aquel conflicto que dejó cerca de 300 000 muertos en un país de once millones de habitantes. Un país que hace solo sesenta años era una colonia de Bélgica.

Por eso su madre, que sufrió de cerca esa crueldad y esos años terroríficos, padece, como buena madre, porque su hijo está tan lejos en una tierra que no conoce. “Hablo con ella todos los días. Le preocupa que esté aquí, pero en mi familia saben que estoy trabajando y tienen paciencia”, explica el Thierry más tierno. El joven sigue siendo extranjero, aunque su posición parece despejarse después de algunos años en el limbo. “Thierry no era legal ni ilegal. Era alegal. Tenía contrato de trabajo con nosotros, pero luego le denegaban el permiso de residencia. Ha sufrido todas las trabas burocráticas. Rodrigue, por su parte, está con visados de larga duración, visados Schengen. Su visado es por Alemania. Por eso me hace gracia cuando dicen que España es un colador y que aquí viene quien le da la gana. De eso, y te lo pueden decir ellos dos, nada de nada de nada. Entrar en España es dificilísimo”, se encrespa Pepe Ortuño.
Así que vienen 180 días a España, compiten y luego tienen que pasar 90 días en su país para poder estar otros 180 aquí. Y ajustan los meses en Castellón con las competiciones, y los meses en Burundi —o Etiopía, donde también han ido a entrenar— con los más ligeros del calendario. La vuelta se dulcifica con el reencuentro con sus familias. Thierry cuenta que su novia está en Burundi, que los dos tienen pareja. Rodrigue se ríe al lado picarón, así que su amigo se gira y le pregunta: “¿Que tienes dos novias?”. Y el chaval, antes de acabar, ya está otra vez a carcajada limpia.
Los dos quieren explotar la pista, pero saben que el futuro pasa por la ruta, por las carreras de asfalto mejor dotadas económicamente. En la media maratón de Barcelona, Ndikumwenayo fue la primera liebre. Su misión era llegar hasta el kilómetro 10, pero la segunda falló y en plena carrera le pidieron seguir hasta el 15. Thierry no dudó y aguantó a un paso cercano a los 41 minutos tras haber pasado el kilómetro 10 en 27:55. En el Maratón de Madrid sucedió algo parecido y el burundés tiró hasta el kilómetro 23 a 3:02 cada mil metros. Kwizera también ha probado y el 30 de abril, en el evento que organizó adidas en Herzogenaurach, corrió el 10K en 26:56. Ortuño ve que se emocionan hablando del asfalto y entra como un cuchillo afilado: “Les quedan diez años buenos en la pista y luego ya podrán dar el salto a la ruta”.
Ndikumwenayo admira a Mo Farah. A Kwizera le fascina Joshua Cheptegei. Pero los dos, como buenos burundeses, tienen muy presente a Vénuste Niyongabo, el atleta de Burundi que fue campeón olímpico de 5000 en Atlanta 1996, y que tiene el récord de 1500 (3:29.18) desde 1996. Niyongabo, que era más mediofondista, subió de distancia en Atlanta para dejarle la plaza del 1500 a un compañero que se había perdido las dos ediciones anteriores de los Juegos porque Burundi no tenía comité olímpico. Y en su tercera carrera de 5000 se proclamó campeón. Un año antes, ya en su prueba, los 1500, Niyongabo subió al podio del Mundial de Gotemburgo —fue tercero— junto a Morceli y El Guerrouj.
Thierry recita de memoria todas las marcas del gran referente de su país. Aunque los dos también citan a otra atleta relevante, Francine Niyonsaba, la subcampeona olímpica y mundial de 800 que se vio obligada a subir de distancia para no tener que someterse a un tratamiento para reducir la testosterona que produce su cuerpo. Niyonsaba también pasó por Alicante. Cae la tarde en Benicàssim. Los dos atletas se levantan de la mesa y caminan hacia el coche mientras Pepe Ortuño explica que son muy diferentes física y técnicamente. Thierry es más fuerte y para demostrarlo, como si fuera un purasangre, hace que se levante la camiseta y muestre sus pronunciados dorsales. Rodrigue, en cambio, está menos musculado. Sus piernas son un par de palos. Porque a la gloria, en el atletismo, se puede llegar por diferentes caminos.
