Viejos locos con bigote

Antes de que la televisión o la radio retransmitiesen las carreras, había crónicas escritas y que iban de boca en boca. Y se contaban barbaridades.

Viejos locos con bigote. Foto: Herbert E. French
Viejos locos con bigote. Foto: Herbert E. French

Faltaban décadas, siglos, para que Pierre de Coubertin lanzara la idea de los primeros Juegos Olímpicos. Y ya existía un mundo de corredores de fondo. Eran especímenes duros como la piedra. No era su hobby. Corrían movidos por ganarse un sustento y arropados por apuestas y retos. Monedas o dinero. Correr era, entonces, medir al más resistente de una ciudad contra algún pardillo que aceptase un encuentro. Lo normal es que en la localidad donde vivía el otro pardillo pensasen de idéntica manera y se aceptase la apuesta. Y se marcaba una raya en el suelo y ya había salida. Y se apuntaban o contabilizaban unos dineros y ya había apuesta. Durante siglos, el resultado fue una competición salida de madre, casi inhumana, en la que la resistencia y la velocidad se medían sobre caminos embarrados. Algunos, durante horas, días y noches, o encerrados en algún pabellón circense o de feria. Bienvenidos al siglo XIX y sus corredores profesionales.

Aunque reconozcamos que la tradición de carreras se remonta en Europa a la Edad Media. En la italiana Verona reclaman mantener una carrera de entre ocho y veinte kilómetros llamada Palio del Drapo Verde desde 1208, que fue establecida para celebrar la victoria de la ciudad sobre los Condes de San Bonifazio y la familia Montecchi. En la pequeña villa francesa fortificada de Semur-en-Auxois corren hoy aún la Course aux Chausses, celebrada desde 1369. O Carnwath, Escocia, donde se zurran duro durante media hora desde el siglo XVI. Rondas, corsas, joyas o pollos. Son eventos todos donde apuestas y victorias se reconocían, se anotaban y quedaban testimonios escritos. Solamente las guerras o las –¡ay!– plagas detenían la primitiva celebración de correr y hacer de ello un acontecimiento festivo.

Pero durante los años en que las ciudades crecieron sin mesura, los norteamericanos, británicos y franceses, entre otros, incorporaron la carrera a la modernidad. Eso sí: carrera de larga distancia. Los conceptos de medio maratón o maratón no eran términos siquiera conocidos. Faltaban casi setenta años para que un filólogo francés, Michel Bréal, sugiriese a Coubertin que podría ser una buena idea homenajear al mito de Filípides y la batalla de Maratón. Un ejemplo: corría 1861 cuando un afamado marchador y showman americano llamado Edward Payson Weston ya apostaba de manera profesional sobre su capacidad de caminar y correr distancias escalofriantes. Sin ir más lejos, con motivo de la elección de Lincoln como presidente de los Estados Unidos, Weston dijo que iría desde Boston a Washington (720 kilómetros) a razón de ochenta kilómetros diarios y un panorama de nieve y barro considerable. Se perdió la ceremonia porque llegó tarde, pero ese era el nivel.

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Correr a partir de una apuesta se daba en medio mundo. En España desde 1850 a 1880 se suceden fenómenos como Antonio Genaro, corredor que competía en España y Francia contra corredores y caballos, o el aragonés Mariano Bielsa, el legendario Chistavín, que derrotó en 81 vueltas a la plaza de toros de Zaragoza al mismo Achille Bargossi, conocido como la Locomotora Humana. Ojo, que este era un italiano imbatido en mil gestas según la propaganda de la época. Francia es otra cuna de la carrera y apostar por la distancia entre París y Versalles, 34 kilómetros (y regresar), era común.

En esencia, cualquier ocasión o feria era buena para mostrar las habilidades exageradas y ganar unas monedas. Farándula circense que servirá de entretenimiento para la creciente población, en muchos casos. Y es que las ciudades habían multiplicado su población entre 1840 y 1880 y se habían incorporado nuevos terrenos fuera de viejas murallas o baldíos. Era la nueva ciudad y su luz, hábitos y ocio para todas las clases sociales. Durante el siglo XIX, como recoge el libro homónimo del fisiólogo francés Guyot-Daubès (ed. 1885) muchos de los corredores se exhiben como hommes-phénomènes en espectáculos de feria y circo junto con forzudos y demás. De ese modo la gesta atlética se incluía en los nuevos entretenimientos de miles de ciudadanos urbanos. En realidad no había gesta atlética porque no había atletismo. Faltaban unos años aún para que los ingleses reglaran el deporte tal como lo conocemos hoy en día.

Es fundamental recordar que ya desde aquellos primeros años existía una disputa reglamentaria sobre si los marchadores corrían o no. Para incluir a participantes ocasionales o apostadores valerosos, se abrió el abanico bajo el término go-as-you-please (tire como le dé la gana).

Ejemplo de aquellas barbaridades y apuestas, se desarrollaría un auténtico circuito feriante en Gran Bretaña en 1876 metiendo a los llamados pedestrians (todavía está abierta una adaptación equivalente en castellano de la palabra) en las más famosas carreras de seis días de la historia. Estas eran llamadas las Astley Belt Races en honor del promotor británico Sir John Astley. El mencionado Weston, el irlandés O’Leary, un antiguo vendedor de libros puerta por puerta, y quienes se animasen podrían participar en carreras circunscritas a barracones, pistas circenses o pabellones en los que se podían concentrar hasta 70.000 espectadores. Es fundamental recordar que ya desde aquellos primeros años existía una disputa reglamentaria sobre si los marchadores corrían o no. Para incluir a participantes ocasionales o apostadores valerosos, se abrió el abanico bajo el término go-as-you-please (tire como le dé la gana). Se era bienvenido al show y, ciertamente, aparecían participantes anónimos que pronto quedaban fuera del nivel de los grandes. Porque en las gigantescas carreras de seis días se alcanzaban los 800 kilómetros, ¡en pista y a veces en diámetros bastante reducidos!

El inglés Charles Rowell fue uno de esos devoradores de kilómetros. En la pista de madera del Madison Square Garden corrió –entre un 27 de febrero y un 1 de marzo de 1882– durante 58 horas para totalizar una distancia superior a los 480 kilómetros. En 1888 el inglés George Littlewood había llevado el récord hasta los impensables y mareantes 1.003 kilómetros. La distancia entre Cádiz y Barcelona. Apenas podemos imaginar qué había tras aquellos superhombres aparte de la posibilidad de ganar 30.000 dólares, en una época en la que un salario anual podría ser de 500. Es inevitable pensar en el uso cotidiano de estimulantes. Hasta el British Medical Journal de aquellos días se quejaba amargamente del uso de sustancias como la hoja de coca, denunciado por un informante tras la victoria de Weston en las 24 horas del Royal Agricultural Hall de Londres en 1876. De todos modos, la medicina consideraba normales los estimulantes o tónicos contra el cansancio. Se usaban inyecciones de estricnina, tinturas con cocaína o traguitos de alcohol. En episodios de fatiga extrema no iban a ser menos usados. Así que no eran infrecuentes los desfallecimientos y resurrecciones en aquellas pruebas de horas y horas. Rowell sufrió, según la prensa de la época, “un episodio de convulsiones” no mucho antes de una de las carreras de seis días.

Un profesional de 1880 recurriría a lo que hiciera falta para embolsarse premios en metálico y fama, superar las convulsiones, y echarse una semana girando al trote en una pista. Es justo recordar que Charles Rowell, según los obituarios de la época, murió presa de la pobreza y de haber perdido prácticamente cien mil dólares, equivalentes a cinco millones de dólares en la actualidad, apostando en las carreras de caballos. Entre tanto, la cosa escaló hasta el punto de que los Juegos de Londres 1908 introdujeron los primeros controles de dopaje.

En apenas veinte años llegaría la fiebre absoluta de los maratones bajo la nueva etiqueta ateniense y el mismo 1897 se celebrarían largas pruebas ruteras en Boston, el campeonato italiano en Turín o la legendaria Hamilton Bay en Canadá. Paralelamente y desde 1880, con la fundación de la Federación de Atletismo de Inglaterra, se desarrollaba el atletismo federado estableciéndose buena parte de las entidades nacionales para la pista y el cross. Podemos establecer que hacia 1900 ya existía un panorama atlético absolutamente variado e internacional. Tanto en Suecia como en Francia se celebraban maratones profesionales.

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El inglés Len Hurst dominó los maratones que se celebraban entre París y Conflans durante todo el periodo 1896-1904. En Suecia era habitual correr entre Estocolmo y Södertälje, o Norrkoping y Linkoping desde 1892 en adelante, siempre sobre distancias cercanas a los 40 kilómetros que salían de la conversión de las 25 millas del sistema imperial británico.

Pero justo por fuera del borde del aquel nuevo invento llamado maratón existía una zona conocida desde décadas atrás, oscura y no siempre reglamentada. Ahí seguían saliendo corredores que cobraban buen dinero por darse un hartón de kilómetros, algo que pronto se separaría del espíritu amateur del ideario olímpico coubertiniano. No son ajenos los relatos que cabalgan entre ambos mundos. Existían míticos corredores profesionales que se enteran de la posibilidad de ganar unas libras, fama o un trofeo en esos nuevos Juegos Olímpicos.

En 1895 se establece una carrera entre una docena de tipos que saldrán de Turín (aunque el legendario Carlo Airoldi ya venía al trote desde Milán) con dirección sureste. Hasta Barcelona.

La Europa de preguerra, los años que desembocarían en la Belle Époque, traerán a partes iguales drama y leyenda a este nuestro deporte de pobres, resistentes y locos. En 1895 se establece una carrera entre una docena de tipos que saldrán de Turín (aunque el legendario Carlo Airoldi ya venía al trote desde Milán) con dirección sureste. La brillante locura estaba organizada por Pioneros de la Paz, una fraternidad de humanistas que pretendían llevar el mensaje de la paz europea por los países que cruzase su carrera. Correcto: los países en plural. Los participantes irían hacia Marsella y con la sana intención de llegar corriendo hasta Barcelona. Google Maps dice que son 880 kilómetros. Los dos protagonistas de la carrera, Airoldi y el marsellés Luis Ortégue (francés, aunque en 1903 en Niza se habla del “español Ortégue” en otro duelo pedestre) se batirían el cobre sobre más de 1.050 kilómetros. Al final de la carrera llegaron únicamente estos dos contendientes con posibilidad de victoria. Muy glosada por la prensa fue la última etapa, entre Figueras y la capital barcelonesa, de ciento cuarenta kilómetros, dantesca y celebrada por carreteras en un estado lamentable y llenas de barro.

El italiano se haría famoso al año siguiente por ir a pie desde Milán hasta Atenas en busca de permiso para participar en el primer maratón olímpico. Tras un viaje cruzando Europa a pie durante veintiocho días sería interrogado por el comité organizador local y el príncipe Constantino de Grecia a la cabeza, quienes lo clasificaron como “no apto”. La razón: Airoldi había recibido dos mil pesetas como premio en metálico en su llegada a Barcelona. Airoldi era un profesional de la exhibición, de todos modos. Su concepción del correr vivía a medio camino entre las barracas de feria y el deporte. Su constitución era la de un levantador de pesas de miniatura. Ortégue, en cambio, era un corredor fino y especializado en duelos a pie. Según las crónicas había rondado las 2:30 en los 40 kilómetros. Había batido al gran Achille Bargossi (de nuevo presente en las crónicas) en enfrentamientos en Lyon y El Cairo.

Pues volvemos a Barcelona. Airoldi cuenta hasta entonces etapas por victorias: Ventimiglia, Niza, Toulon, Marsella. Al francés apenas le queda llegar derrotado a la meta de la Ciudad Condal pero cae al suelo, reventado, a poco del final. Llevan corridos más de mil kilómetros y el italiano pasa a los anales del periodismo patrio dando media vuelta y yendo a por su contendiente. Entraría en la meta de los bulevares barceloneses llevando sobre su espalda a Ortégue, frente a la presencia de marineros italianos, ciudadanía y público curioso en general. La ciudad de Barcelona no podía hacer menos que premiar el gesto y le soltó esas dos mil pesetas que contravendrían el ideario amateur de los organizadores de Atenas 1896.

Al otro lado del Canal de la Mancha los recién establecidos clubes de atletismo ingleses suman a las carreras en ruta esa pasión por jugarse unas libras esterlinas. Abandonan las pruebas por el prado persiguiendo caballos y deciden que hay material de sobra para meterse de lleno en las (muy) largas distancias.

En 1897 los Polytechnic Harriers y en 1899 los South London de Londres crearon la carrera London to Brighton. Esta prueba fue durante décadas el oficioso campeonato del mundo de ultradistancia. Variando alrededor de los 88 kilómetros, salía desde varios escenarios londinenses o desde el mismo Big Ben para llegar por carretera hasta la ciudad balneario de moda de los británicos. En seguida la fiereza de la carrera y el alto nivel hizo que incluso sirviese como selección de los atletas británicos para disputar el maratón con el equipo olímpico. Esto ocurrió desde la temprana fecha de 1900, año en que París acogía esa todavía mezcla de Exposición Universal y segundos Juegos.

Pero los días de gloria de los shows de varios días ya habían pasado. El maratón recién celebrado en Atenas había desatado un espíritu épico entre los jóvenes. La pugna entre Boston y Nueva York sobre quién organizó el primer maratón queda para los estadísticos.

Entre tanto Estados Unidos encabezaba la revolución urbana mundial. En 1896 ciudades como Chicago o Nueva York tenían una población superior a millón y medio y tres millones respectivamente. Bajo el impulso del atletismo oficial, las grandes pruebas de maratón y las desmedidas distancias tuvieron que compartir protagonismo aunque las últimas permanecieron durante unos años más. En 1903 comenzaba a tomar protagonismo la Major League Baseball y parte de la atención del público se encaminó a recintos cerrados y deportes de equipo. La inercia de los duelos entre británicos y norteamericanos mantuvo la expectación. Pero los días de gloria de los shows de varios días ya habían pasado. El maratón recién celebrado en Atenas había desatado un espíritu épico entre los jóvenes. La pugna entre Boston y Nueva York sobre quién organizó el primer maratón queda para los estadísticos. Podemos saber por la prensa que, en 1896, el equipo de atletismo del Knickerbocker Athletic Club organizó un evento de atletismo que duraría todo el día en el Columbia Oval del Bronx. Mimetizando unos pequeños juegos atenienses, incluyó un recorrido de 40 kilómetros que salía de Stamford y llegaba al Oval, donde daba las dos vueltas finales.

En abril del año siguiente la Boston Athletic Association asumía la responsabilidad de celebrar un evento similar al maratón olímpico y fue a la postre el que se mantuvo inmaculado en el tiempo. Curiosamente el vencedor de ambos eventos fue el mismo: John Mc Dermott. Nueva York tuvo una historia errática con pruebas durante el comienzo de siglo XX, pero desapareció en el calendario y mantuvo el testimonio del Yonkers Marathon durante décadas.

La ultradistancia en todo el mundo pasó a un plano muy discreto a partir de 1910. Ocasionales carreras más allá del maratón surgirían en escenarios aislados como Sudáfrica (City to City 50K, en Johannesburgo, o la archimencionada Comrades). La bicicleta tomó el relevo de la exageración deportiva en Europa. Y el atletismo comenzó pronto a ser el deporte rey en el siglo de las guerras. Pasarían décadas hasta que el gigante americano tomó nuevos bríos con los conocidos trails que aparecieron en los años 60 y 70, pero eso es otra historia.

"Corrí mucho antes de aquel primer campeonato checo, en 1945, al que el entrenador Jan Haluza trajo a Zatopek" | soycorredor.es

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