El cole de los muchachos, el centro de salud (si la cosa pasa a mayores, un hospital), las carreteras, buses, metros o trenes que utilizas para llegar al curro o hacer lo que te venga en gana, el parque por el que multiplicas tu salud o te sientas a echar la tarde comiendo pipas, la comida que llevas a la mesa, los bomberos que te bajan al gato del árbol o te salvan la vida… me pongo a enumerar cosas de primera necesidad y me salen un puñado considerable. Muchísimas, centenares, pero lo que jamás me viene a la mente es el hecho de ponerse un dorsal para tomar parte en una carrera popular. Eso, en la Pirámide de Maslow (un puñetero día que atendí en la facultad —ahí tienes otra cosa— y cómo me cunde cada vez que lo cito), ocupa un sitio muy alto, en la frontera entre las necesidades de reconocimiento y autorealización.
Ojo, que está muy bien, no voy a decir lo contrario cuando llevo viviendo de ello más de un cuarto de siglo, pero tengo claro dónde se enmarcan las tareas de todos los que nos dedicamos a este oficio (cualquiera que sea nuestra posición en la cadena organizativa, exceptuando los sanitarios —poca broma ahí: los únicos que realmente tienen una labor que marca la diferencia). El resto, desde el que gana la prueba hasta el que pone las vallas, somos meros empleados del sector del ocio, no muy diferentes a un animador de hotel, un payaso del circo, actor, cantante, literato o cualquier otro menda que nos anime un poquillo la existencia, que falta hace.
Suelto toda esta matraca porque los amigos del Club Fortuna, organizadores de la Behobia-San Sebastián, me han pedido que junte unas letras bajo la siempre jugosa temática de ‘los sin dorsal’. A ellos no les puedo negar nada, ni siquiera el esquivar el charco en el que seguramente me zambulla cuando estas líneas solivianten a un colectivo tan reducido (por fortuna) como insolidario. La verdad es que uno, entre que ya se va haciendo mayor y la única red social que frecuenta sigue siendo el bar de la esquina, está curado de espanto, pero por si acaso pido perdón por adelantado si alguien se ofende (jajaja, no, qué va, me da exactamente igual, pero quería ver qué tal quedaba puesto negro sobre blanco).
No voy a disculparme por llamar ladrón al que corre sin dorsal. Faltan al respeto al resto de compañeros del asfalto que han cumplido escrupulosamente con lo pactado.
Pues eso, que no voy a disculparme por llamar ladrón al que corre sin dorsal, no ya por escatimar unos euros que podrían ir destinados a gente que ha madrugado mucho (el domingo en cuestión y muchos meses antes) por poner en pie ese precioso objeto de última necesidad, sino por faltar al respeto al resto de compañeros del asfalto que han cumplido escrupulosamente con lo pactado, es decir, pagar el puto dorsal. No sé si es caro o barato (cada cual conoce sus finanzas), pero entiendo que, si decenas de miles de almas abren la cartera, un dispendio no será (por no hablar de que lo que recibes por competir, servicios y regalos varios, no los cubres con tu montoncito de euros; si no fuera por los patrocinadores las grandes carreras serían deficitarias).
Puedo disculpar una vez al que llega a este mundillo y piensa que un evento monumental como Behobia es algo parecido a una manifestación o una quedada de un influencer, que según veas te pasas un rato y cuantos más mejor. Pero el pelaje de los que habitualmente recurren a esta práctica es otro, por más de que abanderen las más peregrinas excusas para justificar sus actos. Es bastante sencillo a mi modo de ver: si te has quedado sin numerito, no corras. El sol va a salir a la mañana siguiente y, cuando hayan pasado 365 días, tendrás otra oportunidad. Una alarma en el móvil el día que abran inscripciones y punto.
EXCUSAS PARA JUSTIFICAR EL ROBO
Un caso que le pone a uno especialmente irascible es el de los que encima se ponen gallitos cuando alguien de la organización les recrimina su actitud, el rollo ese de ‘la calle es de todos’ y no sé qué, no sé cuántos. No, mira, la calle hoy la ha ‘alquilado’ una peña, que, conforme a la legalidad, tiene derecho a montar su fiesta e ‘invitar’ a quien le salga de la placa de carbono. ¿Se te ocurriría presentarte en un concierto, el cine o una obra de teatro sin haber pagado la entrada? No, y si lo haces tendrías claro que te has dejado la decencia en casa, pues la gente de la que has ido a sacar provecho adquirió la mala costumbre de comer tres veces al día y, por tanto, cobrar por su trabajo.
Hay pruebas, como la San Silvestre Vallecana, que dando por imposible la actitud de estos dignos herederos del Lazarillo de Tormes, montan un arco para que al menos puedan abandonar el recorrido antes de meta y no hurten recursos a los que han apoquinado religiosamente. Aun así, todavía muchos se les encaran, exigiendo su derecho a cruzar bajo el crono, gozar la música, el ambiente, la atención del personal, coger el agua, la fruta… tantos y tantos servicios por los que no han pagado. Esto no es una invitación a participar sin haber pagado, más bien el reconocimiento de una derrota, una bandera blanca para que el conflicto no llegue a mayores en el caso de que todos esos polizones no entiendan que deben abandonar el barco. Y es injusto porque… ¡Jamás se debería correr una carrera sin dorsal! De los que lo fotocopian o hacen verdaderas obras de falsificación no voy a hablar, simplemente felicitar encarecidamente a sus profes de pretecnología. Tampoco de esos famosetes de nuevo cuño que se lo doblan para ocultar el logo en caso de que la marca que les ha pagado por participar no sea ninguna de las que patrocinan la prueba; la clase se tiene o no se tiene, es imposible comprarla por mucha lana que factures.
Estoy lejos de ser un puritano, si veo a alguien desesperado porque sus hijos no tienen qué echarse a la boca levantándose un paquete de macarrones en el supermercado, ni muevo una ceja. Quiero decir, robar cuando atentan contra tus más íntimos derechos como ser humano (y sabiendo que nuestra sociedad tiene mecanismos de sobra para no llegar a ello), tiene uno o varios pases. Hacerlo por algo tan banal como una carrera popular carece de coartada.
Una decena de ‘sin dorsales’ sería pura anécdota, pero cuando son miles afectan de manera evidente al desarrollo de la prueba, a la comodidad de avance de los que sí han formalizado su registro, a los avituallamientos, al despliegue de los servicios sanitarios, al respeto por los que se parten el lomo tratando de que todos los participantes disfruten de una experiencia satisfactoria (La Behobia contrata unos matemáticos para que estudien el flujo de sus oleadas y, si estas se ven engrosadas por miles de espontáneos, el riesgo de infortunio aumenta exponencialmente). Quizás seas uno de esos que, consciente o inconscientemente, estés habituado a correr sin dorsal, a robar; no eres ni mucho menos un delincuente como los que, por ejemplo, abundan en nuestra política. De hecho, estás muy, muy abajo en la escala delictiva, y la movida, fuera del running, seguramente no le importe a nadie. Vamos, que no pretendo ni ofender ni educar, solo que, aunque sea después de administrarme sonoros adjetivos calificativos y repasar la lista de mis antepasados, le eches una pensada y recapacites un poco, que te pongas en la piel de quienes sufren tu conducta y consideres si te agradaría que a ti te hicieran lo mismo en el ámbito al que te dediques (incluso en el remoto caso de que seas ladrón profesional). Si alguna vez lo has hecho, espero al menos que hayas tenido la decencia de agachar la cabeza y no levantarle la voz al chaval o la chavala del peto amarillo que te pidió amablemente que abandonases la carrera… y, como diría mi madre, que sea la última vez.
Artículo originalmente publicado en la revista oficial de la Behobia-San Sebastián 2025.
