Recibes este número con todo el verano por delante. El periodo de la locura de las carreras de abril ya es historia. Lo has corrido todo. Aún más: de haber tenido dinero y tiempo habrías conseguido dorsal para todas las tardes de la semana. De haberse organizado pruebas a diario, tuyas habrían sido las zancadas de cada matinal de lunes a domingo. La definición de “carácter retroactivo” se iba a quedar corta con tu supercompensación de dorsales y chips. De cinco, de diez, de veintiuno. Hemos acelerado hasta el punto de intentar poner nuestros cuentakilómetros a los números de los años dorados, anteriores a la pandemia de las narices. Por mi parte he decidido dar dos pasos atrás y proponer un juego. Está basado en el principio de la conservación de energía. Ya sabes: la cantidad total de energía en cualquier sistema aislado (que no tiene interacción con ningún otro sistema) permanece invariable con el tiempo, aunque dicha energía puede transformarse en otra forma de energía.
Dicho de otro modo: deja de correr y emplea esa energía que te propulsa como un cohete en caminar. Deja para más adelante las carreras. Porque sólo tienes una cantidad de energía en las piernas y el corazón (y luego vamos con lo del cerebro). ¿Es preciso que desgrane otra vez alguna razón científica para que, al menos, te lo plantees? Seguro que estos poseidones de la edición han dejado información suficiente de cómo correr bien y de manera sana en este mismo número de la revista. Por mi lado, hace unos meses escribía en esta misma columna sobre (o contra) la falsa sensación de poder abarcar todo lo corrible y creía que aquello os dejaría un sostenimiento real, que había una posibilidad entre mil de que situásemos este bendito ejercicio en un lugar de privilegio, pero sometido a la sensatez. Y ahora regresa el verano, época en la que antes te abandonabas un poquito, porque eran meses en los que había pocas carreras. Pero ya no.
Quemas y quemas kilowatios. Quizá el ponerse a publicitar las carreras de las fiestas de pueblo ayudó a esa masa de corredores veraneantes a no desconectar del todo. Total, eran ocho kilómetros y nos esperaba una rodaja de sandía, pensó más de uno. Y te llevabas las zapatillas en la maleta aunque hacías mucha pereza un poco por ti y un poco por el calor que aplastaba la camiseta de tirantes contra la piel empapada, por la boca seca desde el calentamiento.
La popularidad extendió las pruebas entre junio y septiembre. Nuestro vicio creciente las justificó bajo el prisma de la vida del deportista urbano. Nadie contravenía ningún código escrito. Total, decías en casa, es un rato, una tarde variando la rutina de playa, caña en la plaza o tertulia en el patio de la casa del pueblo. Ninguno de los miembros de la familia podía asociar esto a hincharse de cubatas. A ver. Era deporte en su más pura esencia. No era un corazón más. Con una pequeña salvedad: ibas gastando esa energía finita de manera desatada. La de las patas, los cincuenta, sesenta mil kilómetros de crédito, y la de todo lo demás: la de tener presente esas pequeñas cosas, las fundamentales, las que no se venden en la pasarela online. Pasear con buena compañía, sin ir más lejos. Deja las galas, las gafas de competición y los rodajes regenerativos en el paseo marítimo. Camina de la mano de alguien, párate a charlar y mete un bocadillo en esa mochila de trail running. Hay un universo de cosas a un metro de ti, quién sabe si no duermes con alguien que está deseando que le escuches. Llévate ese material humano a dar una caminata por los miles de kilómetros que tiene la vida sin balizar, en bruto, sin mirar los ritmos. ¿El teléfono móvil?, ¿el GPS? Déjalos cargando en casa. Sabía que de una manera u otra lo entenderías.
Luis Arribas, escribe, corre y consiente a sus hijos. Logró terminar más de cien maratones.